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Por el pasaje


Este relato con forma de crónica sobre el encuentro entre Zinder y B fue escrito por uno de los alumnos del taller de Fabián Casas.

Zinder movió la cabeza que estaba levemente inclinada hacia atrás para la derecha y para la izquierda, acompañó el ritmo chasqueando los dedos de ambas manos y siguió el paso. Esperó primero a los platillos, después al efecto del disco rayado y enseguida aparecieron las palabras y cantó en voz baja:

«Cuando no hay más que decirnos, habla el humo, nada el humo y rema en espiral».

Cambió la voz, la puso grave imitando a Gustavo y siguió:

«Cuando no hay más que decirnos, se abren al aire vacíos que dos no pueden respirar».

Caminó por Thames con Bocanada en sus orejas, cruzó Costa Rica y pasó por los Octubres, miró la vidriera con mamushkas sonrientes de Perón, Evita, el Che y el Papa y no frenó. Entró a la librería de los libros del pasaje que está a unos metros, subió por la barranca que está hecha para inválidos y paró en la mesa de madera con rueditas que tiene libros de autores argentinos.

Le llamó la atención uno titulado El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan. Se lo llevó y fue directo para la cafetería que está al fondo. Se sentó en una mesa de las que están adentro, justo en la esquina que da al ventanal del patio donde hay más mesas. Se acercó una mujer entrada en sus cuarenta a atenderlo, le pidió un café cortado, le hizo el gesto de la cantidad de leche que quería con el pulgar y el dedo índice bien pegados. Y un tostado, por favor, me gusta quemado, le dijo. Escuchó como un turista francés que estaba con su mac pedía la contraseña de wifi en un español que abusaba de las erres guturales, como hacía Cortázar. Zinder se rió del acento del francés, ¿cómo sonaría para un parisino mí acento? Seguro que patético, pensó. Estaba por arrancar el libro y cuando llegó a la dedicatoria para Leila Guerriero, apareció la mujer con el café y el tostado y una jarrita de leche para que él la derrame a gusto. Zinder agradeció y pensó que el libro y el café y el tostado harían una buena foto para subir a twitter. Buscó el mejor ángulo y sacó la foto sin flash. Tuiteó: «Café + tostado + libro. Todo en libros del pasaje. La gloria, compañeros». Dejó su Samsung Mini a la derecha, dio un sorbo con cuidado al café y vio que tenía una notificación: B marcó como favorito su tuit.

Terminó el café, el tostado y el primer relato y se levantó de la mesa. Dejó diez pesos de propina y fue para la zona donde lo esperaban los libros. Agarró La ciudad ausente de Piglia y un policial sobre la venganza de Banville escrito por su alter ego, Benjamin Black. Pensó sobre la posibilidad de escribir libros con otro nombre, pero nadie nunca va a saber que soy yo el que escribe con otro nombre, sino no tiene gracia, se dijo. Llegó a la caja con sus tres libros en la mano. El chico que lo atendió le dijo algo sobre que eligió bien o que no es fácil elegir bien. Zinder pagó con su tarjeta de débito roja del Santander. Estaba a punto de firmar el ticket del recibo cuando sintió que le tocaban el hombro derecho. Dio medio giro a la izquierda con la idea de alargar el impacto un segundo más. B sonreía y, sin que él llegara a decir nada, se abalanzó sobre las palabras. Terminé mi clase de cello que es acá a cinco cuadras, y como vi tu tuit, pensé en venir a saludarte un segundo, y nada me mandé porque es acá a cinco cuadras, ¿hice mal?, preguntó ella. No personaje, qué lindo verte, hiciste bien, hiciste bien, ¿almorzaste?, preguntó Zinder. Nada, los sábados como siempre tarde porque me puse estas clases que me fascinan y me cuelgo, pero bueno vale la pena, ¿vos almorzaste? ¿te parece comer algo en la cafetería?, soltó ella.

B llevaba un tapado de gamuza marrón largo con plumas alrededor del cuello, unas zapatillas celestes tipo topper chatitas, anteojos negros gruesos y dos hoyuelos demoledores cuando sonreía.

No, no almorcé nada, acabo de llegar, dijo Zinder.

Se sentaron en la misma mesa donde Zinder había estado leyendo el libro sobre el mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan. B dijo que tenía ganas de comer un buen tostado, pero Zinder la convenció de pedir unas papas bravas y compartirlas a medias. Pidieron una cerveza Quilmes porque B dijo: vos elegís la comida, yo elijo la bebida. Zinder la miró con cuidado cada vez que ella no lo estaba mirando, como si sus ojos fueran el telescopio del astrónomo y ella un meteorito de otro planeta. Vio que tenía un lunar en el cuello que solo se destapaba cuando ella hacía un movimiento brusco, no lo había visto antes, estaba debajo de la oreja izquierda, tapado por su pelo, pelo que le gustaría recoger con su mano derecha, despacio, para acariciarle el lunar con la yema del dedo gordo yendo para arriba y para abajo en un loop que soñaba interminable.

A vos que te gusta el cine, si me tuvieses que decir que películas tengo que ver antes de matarme, ¿cuáles me dirías? Pénsalo eh, tienen que valer la pena, dijo B. Bien, diste con la persona ideal, tengo películas para todo tipo de situaciones, y mi especialidad son los suicidas convencidos, como vos, respondió él. Siempre irónico, no me importa, yo ya sé que me voy a matar, pero no ahora, cuando sea grande y para no sufrir, me lo dijo una bruja.

Zinder sacó una de las servilletas de papel que estaban en el centro de la mesa. Le pidió una birome a la mujer de la cafetería y escribió en la servilleta: «Películas para ver antes del suicidio: 1-El buscavidas, 2-La grande belleza, 3-León, 4-La habitación del hijo y 5-Inocencia Interrumpida». Ella dijo que no conocía ninguna pero que juraba que las iba a ver a todas antes de cortarse las venas con una gilette, él le preguntó cuál era su película preferida y ella contestó que era Siete Psicópatas. Estás loca esa no puede ser nunca tu mejor película, igual la vi, está bien, dijo Zinder. Claro que está bien, es un peliculón, además me siento identificada con Tom Waits y los conejos, dijo B.

Pidieron otra Quilmes porque la fluidez entró en calor. Ella empezó a enumerar las actividades que hacían mal y las que hacían bien con una verborragia enamoradiza. «Mal: cualquier festejo familiar, ir al boliche, bajar a abrir la puerta, militar en Facebook, jugar al Candy Crush, especialmente jugar al Candy Crush. Bien: comer helado de dulce de leche granizado con Netflix en la compu, bailar en un ascensor con espejo, gritar y que el eco te conteste, reírse como Marley, hablar con vos». De fondo sonaba una canción algo oscura de Lou Reed que decía que si fuera un animal que vuela sería un murciélago que iría en picada detrás de vos. Swoop, swoop, rock, rock. Zinder dijo que le gustaba Reed cuando estaba bien rodeado, como con la Velvet o hasta con Metallica. Ay sí, no puedo creer que haya muerto, se van los buenos y Bono sigue sacando discos, dijo B contenta con su malicia.

Hubo un silencio por unos segundos. Hasta que, de repente, B se inclinó hacia adelante en la mesa y, como si fuera un entrenador que para su equipo con un 3-4-3, preguntó: ¿qué vamos a hacer con esto? Zinder se acomodó el bigote y contestó desde el rincón: aprovecharlo, pero paso a paso, no es tan fácil.

Tampoco tan difícil… espero que no me hagas esperar una vida, porque yo no soy Penélope, y está loca se va con otro loco, dijo B un poco en chiste, un poco en serio. Zinder se rió algo incómodo y cantó retruco: si es necesario, voy a tocarte la puerta y aparecer con carteles como el de Realmente amor, porque en el fondo soy sensible. Ella se mordió el labio inferior, levantó la pera y negó con la cabeza en un gesto entre tierno y confiado, sos re sensible, pasa que trabajas doble turno para ocultarlo, dijo.

Pasaron los minutos que siguieron hablando del metamensaje que lleva el fondo de pantalla de un celular. Él tenía al Pipi Romagnoli agarrándose con fuerza el escudo mientras festeja un gol, ella tenía a Diane Keaton y Woody Allen mirándose en blanco y negro. Los dos criticaron a las personas que se ponen una foto de ellos mismos de fondo de pantalla. Pensá que elegís una imagen para ver cada cinco minutos, esa imagen tiene que representar algo fuerte, algo que no te canses de ver, es como un tatuaje virtual, ¿vos te tatuarías a vos mismo? Es bizarro, concluyó B. Los dos se rieron como Marley.

Terminaron las papas bravas y las dos cervezas frías. Zinder dejó los doscientos pesos que incluía la propina y esperó a que B se levante primero de la mesa. ¿Me acompañas al entrepiso que están los libros de arte?, dijo ella. Sí, dale, ¿estás buscando alguno?, preguntó él. Yo ninguno, pero seguro alguno me busca, respondió ella. B cruzó la mesa y pasó por delante de Zinder en dirección a la escalera, él se quedó parado al lado de la silla, quieto, como en estado de shock. Ella volvió sobre sus pasos, lo tomó de la mano y no lo soltó hasta estar arriba. Él se sentó en un sillón verde de terciopelo estilo romántico que estaba en un rincón del entrepiso. Ella fue eligiendo libros y se los mostraba haciendo caras. Él le bajaba el pulgar tomando la decisión final a distancia, como si fuera un emperador en el coliseo. Hasta que ella sacó un libro que en la tapa tenía una mujer joven con un gato blanco entre los brazos y una mirada alejada. Desde donde él estaba sentado, la mujer parecía Anna Frank. Zinder levantó los hombros y le mostró sus palmas delegándole la decisión. Ella lo tomó y se lo acercó: Gala Dalí, la vida secreta. Vamos, me llevo este. Tiene magia, dijo.

B le buscó nuevamente la mano y lo llevó hasta la caja. Era como esos chicos que se divierten guiando a los mayores, llevándolos de la mano para mostrarles algo que a ellos les parece increíble, lo hacía con la misma naturalidad, solo que en este caso era una mujer de casi treinta la que guiaba. Pagó su libro de Gala con billetes sueltos que sacó de un bolsillo del tapado de gamuza marrón. Juntos salieron de la librería y ella dijo que las calles de Palermo tenían ese que se yo, viste. Zinder tenía el auto a tres cuadras, estaba enfrente a una parrilla de la calle Borges. Ella desató su bici amarilla que estaba en la esquina y caminaron hasta el Gol y, cuando llegó el momento de despedirse, ella le besó la mejilla con la intención de que sienta sus labios bien pegados a la comisura de la boca. Automáticamente Zinder hizo un paneo rápido a su alrededor. ¿Qué te pasa? ¿Estás nerviooosho?, chicaneó ella. Él sonrió sin decir nada. Chau, loco, que se repita, dijo B que se subió a la bici amarilla y desapareció del espejo retrovisor. Él prendió la radio y avanzó hasta la avenida Santa Fe.

Zinder miró con delicadeza, sin hacer ruido, su celular iluminado en la oscuridad del cuarto. Tenía un mensaje de whatsapp notificándole que B le había enviado una imagen. Vio la foto de una heladera con un imán tipo broche de madera que sostenía la servilleta con las películas para ver antes del suicidio. El escribió y borró, escribió y borró, y finalmente mandó: qué bien queda ahí, es su lugar. Ella le respondió que era un mérito compartido y agregó pegado otro mensaje con un emoticón feliz. Zinder le escribió que hacían un buen equipo. Y ella rápidamente confesó desde su celular: che, hoy te mentí, mi película favorita no es Siete Psicópatas, es Los puentes de Madison, soy una mujer simple. Él esperó y, antes de que se cumpliera el minuto, respondió: vos sos de todo menos una mujer simple.

Manuel Álvarez (Buenos Aires, 1986). Se recibió de abogado en el 2010 y, desde entonces, se dedicó a escribir. Participó de diferentes talleres de escritura en Buenos Aires, entre ellos los impartidos por Pedro Mairal, Gabriela Cabezón Cámara y Silvina Giaganti.

Sobre Enjambre:

Actualmente participa de "Nadadores", el taller que da Fabián Casas en el Espacio Enjambre, y dice que el taller de Casas funciona como un lavarropas literario: la cabeza da mil vueltas y, cuando termina, sale limpia.

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