Diario de exploración: fascinación
“Se habló primero poéticamente, y solo mucho después se trató de razonar” sostiene Rousseau en su Ensayo sobre el origen de las lenguas, las lenguas convencionales no fueron inventadas para expresar necesidades sino pasiones, más tarde sobrevino el concepto. Una de las primeras pasiones que dio origen al lenguaje humano, como han observado los grandes filósofos, fue un terrible miedo mezclado con asombro. Una fascinación desbordada, tan desbordada como el mundo que los sobrepasaba. En verdad no habría que pensar que era “un mundo” porque no había orden sino caos, eran habitantes del incesante transcurrir de sus impresiones. Experiencias inmensas de fenómenos naturales, físicos, cósmicos. Experiencias arrolladoras, salvajes.
Pienso en un hombre yendo a cazar un bisonte. Se desata una tormenta, pasa días resguardado entre unas rocas antes de que llegue la calma y al fin logre recorrer los bosques en busca de su presa. Si la consigue, regresa a alimentar a los suyos. Si no la consigue, probablemente muera intentándolo. No creo que vuelva con las manos vacías sin nada que ofrecer. La furia de sus congéneres debe ser tan brutal como su hambre. Vuelve con un animal a cuestas y el cuerpo extenuado. En verdad no tiene necesidad alguna de comunicar nada, su necesidad básica –conseguir alimento para él y el resto de su tribu– fue satisfecha y están todos contentos. Sin embargo, al calor de la hoguera y una vez saciado el estómago, toma una piedra punzante, la hunde en los restos de sangre del animal y traza una línea en la pared. El gesto de su mano primero y la acción de su cuerpo después dibujan algo sobre las rocas.
Para entender ese proceso donde el arte, por decirlo de algún modo, y en particular el arte como instrumento de comunicación empieza a emerger, es propicio mirar el admirable documental La cueva de los sueños olvidados donde Herzog explora uno de los hechos estéticos más sorprendentes de la historia de la comunicación humana. Las pinturas rupestres más antiguas conocidas hasta ahora, de hace más de 30.000 años. Sobre las paredes de la cueva de Chauvet, al sur de Francia, se inscriben las figuras de cientos de animales: caballos al galope, bisontes, leones, panteras, osos, y en el corredor final del recinto, sobre una columna, la imagen de una extraña figura mitad mujer, mitad bisonte. Según cuentan los antropólogos en el documental, los habitantes de aquél entonces no tenían una idea de identidad, para ellos los elementos no eran fijos y cerrados sobre sí mismos: “caballo”, “mujer”, “roca”, no eran algo en particular, y es probable que hayan considerado que los elementos se transformaban continuamente unos en otros. La realidad para ellos, era móvil. La mujer de la mañana era un bisonte al caer la tarde. Un búho o una hiena. De modo que tampoco existía una idea de “mujer” o de “bisonte”, porque lo que veían, tocaban, olían y oían, todo eso que se presentaba mediante una forma podía adquirir otra en cualquier momento. ¿Un pensamiento mágico? No razonaban, pintaban. Y sus dibujos llegaron a nosotros. Nos hablan. Hablan de ellos. Hablan de nosotros.
Me pregunto qué pasaría si ahora, por efecto de una catástrofe natural desaparecieran todos los objetos que nos circundan, todas nuestras producciones, y nosotros con ellos; pero las sedes de internet localizadas en Sillicon Valley fueran milagrosamente sepultadas, protegidas y mantenidas durante milenios como fue el caso de las cuevas de Chauvet que sobrevivieron a la devastación de la era glacial. Si miles de años después un grupo de científicos diera con ellas, ¿qué descubriría? Descifrarían códigos binarios, el funcionamiento de las máquinas almacenadoras, el sistema comunicativo de la red en su conjunto, pero ¿qué interpretarían de nosotros, sus antepasados –y qué verían de ellos mismos también– en las brillantes figuras, para ir a un caso muy puntual de comunicación contemporánea, de los emoticones? Toda una serie radiante de figuras sintéticas, caritas amarillas, corazones de colores, sonrisas, dedos, animales pequeños. ¿Qué interpretarían allí de nuestra comunicación actual?
Querría entender cómo se fue dando el pasaje de la inscripción en piedra y sangre con forma de bisonte al círculo amarillo que contiene un medio círculo en su interior y significa: smile. Querría saber si se trata de la construcción de un lenguaje nuevo o de la disolución de todo sentido. No sé si es la inmersión en esa nueva forma de comunicación lo que me va llevando, o mi pereza natural, o cierta incapacidad lingüística para expresarme mejor pero noto con sorpresa que recurro a esas figuras cada día más y con más vehemencia. Por ejemplo, últimamente uso el dedo gordo levantado hacia arriba para expresar “de acuerdo” en las charlas de “whatsapp” y muy a menudo el dedo del “me gusta” impulsado por Facebook para expresar, justamente, que me gustan o apruebo ciertos comentarios de mis amistades virtuales.
¿Son las emociones las que determinan al emoticón o el emoticón determina la manifestación de unas raquíticas emociones? ¿Qué estoy diciendo exactamente –si es que busco una exactitud en el decir– cuando inserto un emoticón en un mensaje de texto o whatsapp? y ¿cuál es la sintaxis de la serie de tales inserciones? Por ejemplo, un smile pegado a dos corazones rosa fluo, un rayo, y luego dos manos pegadas cuyas seis mínimas rayitas rojas arriba de los dedos significan “te aplaudo” o “te felicito”. Hace poco inserté una carita amarilla que vira al violeta, tiene dos ojos en blanco y una boca abierta –muy parecida a “El grito” de Munch– para expresar “horror” ante una situación lamentable pero banal (estar atascada en el tráfico) y en una seguidilla de comentarios de pésame para un amigo de Facebook llegué a ver una carita con media garganta rosada que representa, creo, un grito desolado.
Me intrigan, sobre todo, la sintaxis y el sentido de las series. Al parecer por ahora no hay modo de generar oposición, por ejemplo la cara amarilla del smile intersectada con una cara amarilla de tristeza indicando una contradicción anímica. O un herácliteo “me gusta y no me gusta” a la misma vez. Algunas series son más fáciles de interpretar que otras. El caso más elocuente es el “Feliz cumpleaños” resaltado por medio de figuras como un pedazo de torta, un globo, dos o tres bonetes, un paquete amarillo con moño rojo y varios corazones. Siempre las uso. A veces ni siquiera hace falta escribir la frase, con los emoticones alcanza para felicitar al cumpleañero. Más rara es la secuencia de figuras animales que ponen fin a una conversación: monito, zebra, elefante, ¿qué querrá decir? ¿Se trata de una manifestación de cariño? Son figuras afables, tiernas, apacibles…y aunque se comprendan universalmente, por usuarios de aquí como en China, a ciencia cierta no definen nada.
Ese tornarse del lenguaje más ajustado y monótono (¡cuánta uniformidad inspira el emoticón!) lo vuelve menos complejo, más “cool” y práctico. El verso de Hölderling “poéticamente habita el hombre…” parece desvanecerse como vio Heidegger en el furioso medir y calcular de nuestros tiempos, y si alguna vez lo hizo, parece que la poesía ya no nos convoca a hablar. O sí.
Quizás tenemos que buscar de otro modo.
La maraña de lengua-lenguaje-comunicación, unida a la ansiedad por las nuevas tecnologías no hace más que hundirme en una gran perplejidad y sólo atino a responder lo mismo que un personaje de Luchino Visconti: “no me gusta, pero me fascina”.