Estado líquido
Elegimos este relato de infancia escrito por una de nuestras alumnas de Santa Fe, que cursa nuestros talleres a través de la plataforma online.
En los 90 éramos nenas y no teníamos ventilador. Vivíamos en un recoveco de ladrillos unidos a los apurones con chorros de cal como un alfajor mal pegado. Un infierno de cemento que distribuía seis departamentos en un pasillo asimétrico y angosto.
Para nosotras, el verano empezaba cuando Clara trepaba arriba del ropero y buscaba la caja. Sentadas en la cama grande la mirábamos como si fuera un gigante que al bajar la pileta nos ofrendaba la salvación.
La Pelopincho era verde, olía a talco Polyana y necesitaba una ingeniería de armado porque los caños nunca coincidían, faltaban tornillos, o en pleno Febrero se partía como una columna vieja.
Gracias a ella nuestras vacaciones tenían gusto a agua caliente, esa que deja la piel seca y pegajosa. Clara, mi mamá, nos obligaba a bañarnos todas las tardes pero no nos lavábamos el pelo, porque como lo traíamos mojado pensábamos que nadie se daría cuenta. Ella se dejaba engañar, nos sentaba en fila india en unas sillas de plástico desteñidas y nos peinaba con un peine fino que hacia saltar lágrimas saladas. Mientras nos desenredaba el pelo se ponía savia en las manos y la desparramaba generosamente desde la raíz hasta las puntas. El botellón de savia era verde y, a pesar de nuestros rulos, duraba hasta que guardaba la pileta.
A veces abríamos la botella y le poníamos trocitos de aloe vera que le robábamos a Otilia, la vecina de los gallos. Vivía pegadito al pasillo y era la dueña del único kiosco de diarios y revistas del barrio. Una de sus hermanas hacía de podóloga en la piecita de atrás y la otra era un poco poeta. Las solteras tenían un patio enorme con naranjos y gallinas. Así que Otilia olía a cítricos, a tinta y al aloe vera de pencas gigantes del frente que le tomábamos prestado.
Por las mañanas, como teníamos prohibido el ingreso, nos dedicábamos a la limpieza. Cazábamos los bichos que desde la noche anterior flotaban ahogados por su sed de agua en esa superficie aceitosa de protector solar, sudor y savia. Grillos, chinches, viejas del agua y polillas. Con el agua hasta las rodillas gritábamos: “la que se moja pierde”.
La siesta era diferente. Teníamos que esperar dos horas para hacer la digestión, dos horas para acomodar una milanesa, pero sensatas aguardábamos hasta las cuatro, aunque era el mismo sol de las 15:55. Minutos después jugábamos a adivinar palabras debajo del agua. Casi siempre eran insultos, malas palabras, puteadas submarinas. La risa debajo del agua sonaba multiplicada, grave, ahogada. En la bañera era distinto porque nos teníamos que turnar para pararnos debajo de la lluvia. Las canillas estaban herrumbradas por el sarro, así que juntábamos las seis manos para cerrarlas bien.
Entrada la tarde nos asomábamos al borde de la pile y mamá nos acercaba anillitos dulces y tereré en un vaso de acero inoxidable transpirado por el hielo que sucumbía ante los 42º de sensación térmica. Clara llenaba el mate con limonada para que tomáramos las tres de una sola vez y sentenciaba desde la autoridad de su malla enteriza roja “la que ensucia el agua con yerba, no toma más”.
En el patio, destartalada y a la sombra descansaba una heladera vieja. Los estantes eran los pisos de la mansión de las Barbies y el congelador era el shopping. Cuando salíamos a buscar una muñeca dejábamos la evidencia en el piso, pero el calor evaporaba las huellas en veinte segundos, entonces Clara ignoraba que entrabamos con los pies sucios.
A veces estábamos tantas horas en el agua que ya no hablábamos, adormecidas por el hambre y el sueño. Entonces mamá nos rescataba, arrugadas y somnolientas, nos arropaba con la misma toalla floreada y nos preparaba la leche.
A la noche papá llegaba del trabajo, amarillo de calor, y nos dejaba meternos a la Pelopincho otra vez. La condición; no tirarnos de palomita desde los esquineros, porque de noche no se ven las distancias. La pileta media 2x2. Aplicadas acatábamos la orden de Juan y nos ubicábamos una detrás de la otra, mi hermana mayor a la cabeza y nos impulsábamos para hacer el remolino. En ese momento, ella con voz de maestra de ceremonia decía: “la técnica es sencilla, pero cansadora. Se necesitan jugadores que giren en círculos hasta que las olas salpiquen el piso”. Cuando la marea subía lo suficiente gritaba ¡listo!
Y agitadas con el corazón pateándonos la garganta nos dejábamos llevar por el ritmo de la sopa recalentada como si afuera de esa lona no existiera la muerte. Cerrábamos los ojos y flotábamos gráciles boca arriba, nos chocábamos los pies. Nos susurrábamos “la que se hunde pierde”.
Mirábamos el cielo negro cubierto de cables y adivinábamos que cenaban los vecinos, o que estaba leyendo la hermana de Otilia. Mientras el agua se llenaba de la espuma de savia que despedían nuestros pelos sueltos como medias en un balde, Juan tomaba Seven Up en botella retornable de vidrio y mamá prendía espirales en el pico de un envase de cerveza.
Algunas noches, desagotábamos un poco de agua en la rejilla del lavarropas. Después, Clara dejaba la canilla abierta y la manguera serpenteaba como podía en ese rectángulo de escasos centímetros de profundidad. El agua de la manguera siempre salía a borbotones y fría, pero podíamos cantar, tomar agua limpia y dibujar figuras en la pared con chorros finitos que conseguíamos presionando el agujero de salida con los dedos. “La que adivina gana”.
En Santa Fe el calor hace difícil la respiración, por lo que ser dueño de una Pelopincho implicaba contar con un arma contra el sopor. Había noches tan asfixiantes que el pijama party obligado era sacar los colchones al pasillo -porque corría “más aire”- y charlar con los del departamento 2 que recurrían a la misma técnica. Iluminados por los espirales que se apagaban cada vez que alguien se abanicaba con la revistita del cable video, los grandes charlaban sobre cómo cambiar el mundo, sobre fútbol y cómo llegar a fin de mes. Los chicos corríamos a rescatar a las Barbies que asesinadas por nuestro olvido vagaban en la pileta. Jugar en la oscuridad era como reír debajo del agua. De todos modos, la complicidad nocturna moría con los primeros rayos de sol que anunciaban otra jornada apocalíptica y cada uno se escudaba detrás de su puerta.
Una de esas noches de pijama party vecinal alguien preguntó por la abuela Victoria. Vivía en el departamento 5, casi al final del laberinto y era fanática de esos pajaritos Made in China de plumas de plásticos que como enredadera colgaban de las macetas, las cortinas, las puertas y del Tender Sol. La abuela Victoria no era la abuela de nadie pero tenía el pelo blanco y el título le sentaba bien. Hacía muchas tardes que Victoria no iba al kiosco a comprar sus Media Hora.
El vecino del departamento 2 abandonó el colchón y llamó a alguien por teléfono. Clara nos dejó sumergirnos- plena madrugada- en la Pelopincho. Mamá nos prohibía invitar a las vecinitas porque hacían pis en la pileta, pero esa noche no dijo nada.
Desde allí escuchamos como rompían la puerta del departamento 5. En silencio, con la certeza de que algo grave pasaba, y prontas a un rescate, nos quedamos como lentejas en remojo sin hacer el remolino. Amaneció tan denso y caliente que los gallos de Otilia no cantaron.
Nos costó varios Eneros entender lo que el calor y la indiferencia le habían hecho a los huesos de la abuela Victoria y a sus pajaritos chinos de bazar. El verano siguiente los del departamento 2 se compraron un aire acondicionado y nunca más dormimos juntos en el pasillo.
Cecilia Chiaramello nació en Santa Fe, donde siempre hace calor. Tiene 26 años y esLicenciada en Ciencias de la Comunicación y Técnica en Realización Audiovisual.
Sobre Enjambre
Es el segundo taller online que hago en la escuela de Enjambre y me encanta la disponibilidad y el buen clima virtual que se crea, pese a la distancia.