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La gravitación del lenguaje


Parrilla

Sobre el fin de la calle

rumbo al cuartel

hay un asador:

es verano

pero corre una pequeña

brisa.

Mi padre

mi madre

nuestros hermanos

disfrutan de la cena

familiar

al aire libre.

No hay nada que temer

estamos abrazados por el campo

el mundo acontece en ese punto

minúsculo del universo. Tengo

seis años. Conozco

todo

lo que me circunda.

Somos libres

en el lugar.

Mi padre es feliz;

se rodea de sus hijos

de su mujer

tiene información suficiente

para proveernos

durante algunos años:

axiomas, libros, narraciones

de adolescencia.

Ahora que

su muerte es fresca

y reciente, recreo el instante

en que mi padre

distribuye la carne,

las achuras, las ensaladas

en derredor.

Mi madre lo roza con los ojos

y deliberadamente

lo deja hacer

deja que su fuerza crezca

allí, en ese punto

minúsculo del universo.

Una mañana boreal

¿Qué es el Ártico, Groenlandia, Alaska?

maneras de lo blanco, matices

de una gradación.

Una creencia popular

afirma que los esquimales

tienen

siete formas

de designar la nieve

sus voces

nombran

detalles leves

que un individuo

de la llanura

ni siquiera

logra ver.

En las zonas templadas

decimos

“nieve”

como si fuera

un solo objeto

y no

una materia

de varias puntas

en dirección

a infinitas

constelaciones.

La lengua resulta

móvil

y se adapta

a distintos lugares

y temperamentos.

En los territorios boreales

la palabra “nieve”

puede ser

un modo de la utilidad

una forma de la transacción

otras veces

refiere

un mercado sigiloso

de sopor

en medio del frío.

La mayoría de las ocasiones

en aquellas latitudes

“nieve”

designa

un acto reflejo

donde la mente

desentierra

letras de un idioma desconocido

una mente

minuciosa,

aligerada de su peso

que no deja de oscilar.

Bosque de hielo

Tierra blanca

de cipreses

y altísimos pinos

la nieve

se hunde

para hacer el silencio

del monte

donde una vez vi,

transcurrida la estación del otoño

y concluida

la consolidación del hielo,

cómo

las ramas de los árboles

apenas se movían

y la quietud

era

el único estrépito,

la más maravillosa

agitación.

El amor

Suave la mirada de Emilia

que se disfraza

de Frida Kahlo

y me dice: “Papá, detrás de mis cejas pintadas

hay

hojas que crujen”.

Ramitas

El pesebre

se logró

con las ramitas

que recogimos

del jardín.

Emilia

recortó

–como sólo ella

sabe hacerlo–

papel plateado

e imaginó

un oasis

en el desierto

bíblico

del Niño

recién nacido

luego

–debajo del Árbol

profano–

fuimos incorporando las

pequeñas

estatuas de arcilla

–José, María,

Jesús–

y con un poco

más de energía,

Dickens,

tal vez Darío

–¿quién sabe?–

nos ayudaron

con los “tardos

camellos

de la caravana”

los camellos de la infancia

los camellos de los Reyes,

a quienes

llamaremos

por tradición

Melchor, Gaspar y Baltazar.

Más tarde

Sofía fue acomodando

pastos y ramas

y sin la luz del día,

iluminado

artificialmente

por las luces

del pino de Navidad,

contemplamos

–admirados– el antiguo

escenario

de la niñez

que renace

año tras año.

Un poco emocionados

con la alegría afectiva

que amalgaman las horas

fuimos a dormir

y Marcos,

el niño grande,

el niño interminable

que Dios o la vida

nos han legado,

sin que nadie lo notara,

tomó la estatuita

de José

para dormir

con ella

nunca lo sabremos

–es un enigma–

pero su vida misteriosa

ha hecho de las imágenes religiosas

(medallas, talismanes, estampitas)

un destino visual,

un lago interminable

donde contemplar

el secreto de sus días,

las sucesivas jornadas

que –nunca lo sabremos–

son su cruz

o su felicidad.

Escribir un poema

Alguien traza o desliza su mano en una página, apoya sus dedos en un teclado frente a una pantalla o registra en un muro un puñado de palabras: alguien escribe un poema. Durante mucho tiempo suscribí la teoría del fracaso al amparo de grandes poetas, esa teoría que se remonta con diferentes matices, a Eliot y Beckett, según la cual se escribe por aproximación. César Vallejo también abrazó esta teoría: “Quiero escribir, pero me sale espuma,/ quiero decir muchísimo y me atollo”. Escribir bajo la sombra de una fatalidad, aquella que determina que la escritura puede constituirse en una versión perpetua, no deja de ser una desilusión. Sin embargo, con los años vislumbré que esa teoría más que una vocecita pesimista era una plataforma desde donde escribir, una voz que daba una nueva oportunidad. Esa teoría fue una pequeña balsa. Un remedio o un antídoto que anulaba el temor. Lo único que podía hacer: escribir sin ansiedad, sin miedo al fracaso porque, de todos modos, ya estaba garantizado de antemano. Pero más que fracaso por lo que no fue, intuí que eso que estaba allí era lo existente. Contra las exquisitas teorías del Ideal de los poetas modernistas (“Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”), la poesía acontece como un objeto que nada tiene que ver con la aproximación a una quimera, ni tiene en la versión preliminar otra posibilidad de existencia. El poema se demora en su propia duración, en su propio efecto y también en su propia luminosidad y ruina. Ya lo dijo un poeta tucumano –Juan E. González– hace algunos años: “Todo lo que escribo sucede”.

Voz

En ocasiones me pregunté cómo escribo. Confieso que el mayor placer radica en el acto posterior al primer impulso. Me gusta corregir: esa labor de encastre y artesanado. Una labor que no deja de ser una tarea de escritura. Por mínimo que sea, ese armado de vocablos y frases, ese ejercicio de naturaleza acústica, es una tarea de exploración donde “se alza la vista” y donde también se aíslan los vocablos, como si estuviéramos en un laboratorio en el que se analiza y se goza de las palabras a la manera de pequeños objetos. Aislar las palabras en su naturaleza artificiosa. Charles Simic escribió: “No les cuentes a los lectores lo que ya saben sobre la vida”. Esa frase incluye al lenguaje. En realidad se podría parafrasear: no les cuentes lo que ya saben sobre el lenguaje. Como si fuera un viento o un aire arremolinado, obtenemos las palabras del habla con delectación y astucia; a veces de manera involuntaria y azarosa, y otras las acopiamos en un escenario que recoge el eco dinámico del devenir histórico, que ingresa en un terreno que va a contracorriente de la inercia del habla. Por más que los estereotipos y los clichés formen parte de la composición, por más que un registro coloquial atraviese de punta a punta un poema, por más que se usen vocablos “de todos los días”, o justamente por ello, lo que hace el texto es desactivar la fluencia o la apatía del lenguaje en el interior de un nuevo horizonte. La pregunta sería para qué introducir esos giros del habla en un ámbito en el que se señorea la letra. Creo que es para retomar la vida del lenguaje. El poema se parece a ese juego de la infancia cuyos ladrillitos posibilitaban armar distintos objetos en miniatura –casas, edificios de departamento, galpones, plazas–. El poema como una suerte de Rasti. Con las mismas palabras y los mismos ladrillos armamos distintos poemas e indagamos el corazón del habla a través de una determinada combinatoria y de un ritmo particular. En el caso de los buenos poemas, las palabras regresan al lenguaje, a la voz del lenguaje con una fuerza nueva.

La gravitación del lenguaje

Podemos preguntarnos por los usos de la poesía: ¿qué hacemos con los poemas cuando leemos o cuando escribimos? Pero se puede extender la pregunta: ¿qué hacen los poemas con nosotros? ¿Dónde alojan su acción?

A lo largo de su vida, José Martí no dejó de inquietarse por los términos “poesía” y “acción” al percibirlos como vocablos de un conflicto insoluble. Sin embargo, el nexo entre ambos términos se resolvió, en su caso, mediante la conjunción “y”. Escribe Martí: “Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”. La patria lejana es evocada desde el exilio, y la noche resulta otra patria –una patria metafórica– que da origen a la poesía y, consecuentemente, a un encuentro con el lector mediante el lenguaje. Hasta sus últimos días la escritura estuvo presente en la vida del poeta, cuando en suelo cubano decidió hacer de la letra un rastro de su propia sangre, lo que se tornó un acto de inmolación. José Martí anunció su muerte –diagonal y elusivamente– en su diario final, a través de indicios premonitorios. Pero también, de manera explícita, como un horizonte posible. La muerte servicial, la muerte por los demás, la muerte de sus compañeros de lucha notifican su propio fin: “Murió Alcil Duvergié, el valiente: de cada fogonazo, un hombre; le entró la muerte por la frente”. El cuaderno de notas de sus últimos días, mutilado, manchado acaso de barro y sudor, compuesto mientras ingresaba en el territorio cubano luego del exilio, lo conocemos en la actualidad como el diario De Cabo Haitiano a Dos Ríos. Mediante ese acto que unía letra y acción –la acción de la letra como un índice de vitalidad–, José Martí resolvió la escisión de su dilema y logró validar, en sus propios términos, el sentido de su poesía. La muerte era, como ocurre con cualquier individuo, un destino ineludible para Martí; sin embargo, la poesía promovía un sentido amoroso al destino fatal, ese presagio vislumbrado a lo largo de toda su obra.

Maurice Blanchot escribió algo que se puede aplicar a la vida de José Martí:

Morir bien significa morir con decoro conforme a sí mismo, y respetado por los vivos. Morir bien es morir en su propia vida, orientado hacia la vida y no hacia la muerte, y esta buena muerte indica más cortesía hacia el mundo que consideración por la profundidad del abismo.

La acción social y la acción lingüística fueron para Martí un punto de confluencia que, al modo de un relámpago, se reveló como una persistente imagen con la que enfrentó el velo misterioso de la muerte. Dichas acciones –configuradas en el espacio de un poema– resultaron la utopía de una perduración: la búsqueda de un efecto y de una presencia más allá del ciclo vital. No es casual que Martí escribiera incesantemente hasta sus últimos días, aun en condiciones desfavorables (“De tarde y noche escribo”). Martí es un poeta, y también un periodista, y por lo tanto escribe. Eso es lo natural de su estado. Intentó articular la acción y el discurso como un suceso que tuviera de base la misma naturaleza: una experiencia individual en relación con los otros.

Martí murió procurando liberar a Cuba y, también, murió escribiendo hasta casi el final. Esos aspectos lo definen. Julio Ramos, crítico sagaz de la obra de Martí, señaló en su ensayo “El reposo de los héroes”: “Dio la vida por un sentido de la justicia, la condición más básica y material de su existencia por la idea de una comunidad futura”. La voz de la poesía, actualizada por los lectores, sería, en este sentido, el lugar de una plena duración, la de un cuerpo que, a pesar de estar muerto, crepita en su relación con los otros: una experiencia vital que sigue aconteciendo y que hace de la escritura un signo de futuridad que no deja de rasgar el sitio insondable de la muerte. A través de la enunciación de un sujeto colectivo construido por las voces anónimas de los campesinos y los combatientes que impregnaron la trama de su último diario, se le arrebata a la muerte algo de su misterio. “Otros lamentan la muerte necesaria –escribió Martí en “Los pinos nuevos”, discurso pronunciado en 1891–: yo creo en ella como la almohada, y la levadura, y el triunfo de la vida”. La experiencia de la poesía, entonces, resulta una conjuración y un sortilegio. La palabra poética obra como un testamento que sobrevive a la disolución y al caos. Su acción genera una serie de preguntas que consisten en qué hacer con ese puñado de signos reunidos, cuál es su significado, por qué, para qué, cómo se escribe un poema. La pregunta por el significado de esa suerte de energía contempla una serie de afirmaciones de la acción: leer como acto, escribir como acto, pensar como acto, sentir como acto. Sin embargo, toda ideología estabilizadora sobre el quehacer de la escritura sufre un límite o una inadecuación cuando la acción concreta y singular de un poema descubre nuevas fronteras y despierta una nueva incertidumbre que marchita las afirmaciones más contundentes aceptadas previamente.

Yo persigo una forma

La forma es la acción más precisa que la poesía ejerce sobre los avatares y la mutabilidad del lenguaje. A diferencia de lo que, en ocasiones, escuchamos respecto de su carácter evasivo, la poesía es un compendio y contenido de formas que otorga sentido a los acontecimientos y a los estímulos, un lugar en el que se articula una fluencia (no necesariamente armónica), una decisión o un lugar distraído donde estar; un punto de vista sobre las cosas, una forma de ver que repercute socialmente. Ya lo dijo Rubén Darío de manera famosa y magistral, en una frase que lo muestra sensible al auditorio: “La forma es lo que primeramente toca a las muchedumbres”. El modo de decir es lo que, desde el comienzo, hace contacto con el lector, aquello que lo afecta y lo conmueve, aquello que le llama la atención. Se puede agregar, entonces, una pregunta: ¿de qué modo interviene el afecto en la poesía? O para ser más categórico: ¿cuál es la relación de la poesía con el amor? ¿Qué vibración particular pone en escena un poema? Pienso que la poesía necesita del amor. Un afecto singular que se desencadena a partir de una mirada y de un determinado estremecimiento. Más que una cuestión temática, es un acto de enunciación que hace de las palabras un sitio vertiginoso: la poesía no sólo pone en crisis la lengua –esa convención social compartida–, sino que parece envolverla en un viento hasta darle respiro, oxígeno, y hasta hacer que cada palabra, como si fuera una pluma, una piedrita o un alfiler, pese entre las manos de cada lector. He ahí donde el amor hace su mayor labor, en esa presencia concreta del lenguaje. ¿Qué cosa nos une o nos roza con el lenguaje, ese patrimonio común que funda la subjetividad? Empiezo a convencerme de que sin poseer necesariamente un carácter terapéutico ni de autoayuda, la poesía puede tener un carácter útil y pragmático: hacer de nuestro lenguaje un estado de materia y desenmascarar en su contundencia física –la lengua en estado de ebullición– las enunciaciones que se pretenden absolutas, donde pastorean la patraña y la confusión.

De: El empleo del tiempo. Poesía y contingencia, Buenos Aires, El Ojo del Mármol, 2017.


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