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Editorial de julio 2015


¿En el principio fue la palabra?

Más allá de la reminiscencia divina, hay una irrupción física determinante en la posibilidad del lenguaje: la aparición de un hueso flotante. El único del cuerpo humano que no está conectado a otro, y se sostiene, suspendido, por los músculos del cuello. Como una horca que un día vendrá a cerrarse sobre nosotros mismos, su fractura produce la muerte por asfixia.

Al igual que los pájaros, la añoranza del hombre parece no haber sido solamente volar. Sino también diseñar el sonido, esculpir el viento.

Los científicos aseguran que una variación de la especie humana sobrevivió a la otra solamente por su capacidad de hablar. ¿En qué momento, entonces, una función de la supervivencia se transformó en la necesidad de volcarnos en otros? Ese momento en que el encuentro dejó de ser por inminencia de peligro, y se convirtió en el transmisor del convencimiento, el engaño, y también abrió la posibilidad de la conversación.

Hay la palabra que nos rompe como si fuéramos témpanos de hielo, su sonido un martillo que viene a tocarnos con su gota de agua, ¿hay la palabra sin intención? Los débiles, los místicos, quienes se hayan perdido en el camino hacia la muerte, aquellas voces a la deriva de algunos enfermos, los que repiten las vibraciones de las palabras sin cansancio; quizá ellos sean ejemplo de un habla que no se busca tener.

Para nosotros, los que desconocemos la potencia del borde, la conversación es la única dimensión sensual del lenguaje.

Foto: Pablo Lehmann (fragmento de obra)

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