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Es en el ojo donde el codo lascivo se funde


Este relato de una de las alumnas del taller de escritura creativa de Marcelo Carnero narra la peor pesadilla que puede tener un claustrofóbico al intentar tomar el subte.

No hay cartel, ni señal. En un pasillo subterráneo rompe la linealidad una puerta azul de chapa sin identificación. No hay picaporte, solo una cerradura en donde cabe una llave pequeña y mordida. Una barra de metal cruza su ancho clausurándola. El portal marca el punto medio del corredor que permite combinar diferentes líneas de subte caminando lo equivalente a dos cuadras de la superficie. Por él se arrastra un flujo denso de gente. Bajo la luz verdosa e intermitente de tubo, el torrente avanza a presión por la carga y descarga de vagones. Somos la sangre de este subsuelo. El pasillo ocasionalmente se vacía, y luego vuelve a rellenarse por la conjunción de varios trenes que descargan y combinan.

En uno de los extremos del pasillo un vendedor al que le falta un dedo da cuerda a un roedor de plástico. Osado suelta el juguete que avanza con una cola exageradamente larga por entre la marea. La gente lo esquiva, se detienen, atropellan. “Compre, compre caballero, aproveche la oferta. Dos ratones por veinte pesos nada más”. Más adelante, una chica de unos quince años vende pañuelos. En verano decae un poco, pero en otoño-invierno la venta es masiva. El chico que vende chípas la mira y le sonríe, descuida la parada, se pasa largos ratos mirando el celular. Sabe que su mercadería se vende sola a esa hora de la mañana y que su producto es mejor que el del puesto de más adelante. Un viejo callado ofrece ballenitas a los de traje. Su perseverancia camufla la obsolencia de su mercadería. Los cuatro habitan el pasillo cada mañana, saludan a los conocidos que pasan. A veces se les une una chica que toca el violín. Ella es diferente, pero la respetan porque no es competencia y los trata bien.

En uno de los andenes aledaños un tren está parado hace rato. Las personas que están dentro comienzan a incomodarse, dejan sus celulares, resoplan, insultan. A pesar de la quietud, quienes abordan la estación se meten igual en el tren empujando para caber. Los motores están detenidos y las puertas abiertas. Algunos comienzan a salir buscando al conductor, pero no hay nadie en la cabina. Por el altoparlante una voz chirriante explica que el subte no puede avanzar por una falla en la señalización de las vías y pide a los pasajeros descender. Tras los minutos dispuestos al vaciamiento, las puertas se cierran. Solo una pareja borracha queda dentro. Ambos duermen desmayados uno sobre el otro. El hombre está sentado con los brazos cruzados y la cabeza hundida sobre su pecho. Como si pudiera darse cuenta del vacío que lo rodea, estira y abre sus piernas sin importar el despliegue. El cambio de posición dejó en evidencia el cierre abierto de su pantalón: una mota de pelo púbico se escapa por la bragueta. Su compañera está semi apoyada sobre él. Originalmente la cabeza descansaba sobre su hombro, pero se fue desplazando con el vaivén del tren y su torso fue a parar en la joroba del borracho. Las bocas totalmente abiertas emanan el hedor del alcohol aún sin digerir. Los del andén los miran, no disimulan el asco que les da. Más de uno envidia poder dormir -al menos borracho, aún en un tren- a las siete y media de la mañana.

El tren sigue paralizado, ahora con sus luces apagadas. Los ventiladores de la estación mueven el aire viciado sin refrescar. La salida a la calle se encuentra clausurada por arreglos y un cartel sugiere atravesar el pasillo para utilizar el próximo escape. Pronto el andén rebalsa de gente, lo que los hace moverse en procesión hacia la escalera sugerida. El pasillo de dos cuadras subterráneas se ve colapsado. Dos mareas contrarias se chocan en él. Ignoran que del otro lado el mismo letrero cuelga de la salida clausurada. Al principio, solo se podían dar algunos medios pasos arrastrados; luego ni eso. La gente apiñada, estancada, abandonada. El torrente no avanza.

La puerta de chapa cruje. Algo del otro lado se estampa contra ella una y otra vez durante poco menos de un minuto. El ruido ensordecedor asusta a la gente más cercana, quienes se agachan y cubren sus cabezas. En el reflejo de escapar, algunos trastabillan con el de adelante, cayendo en dominó. La inmovilidad se siente en las pantorrillas que parecen enyesadas; caer arrastra la fantasía de quebrarse los huesos.

La puerta vuelve a golpear por otro medio minuto, esta vez más fuerte. Se abolla como si le dieran con una masa o un yunque. Metal contra metal. Los Liderambos gritan “Qué pasa ahí, che? Qué mierda golpean?!”. “Estamos atrapados, por favor no abran la puerta” gritan cuatro Cuerdistas frente al portal con miedo de que queden aplastados de un portazo. Aún hay gente en el piso, los parados no saben dónde pisar. Los tacos de las ejecutivas generan pavor al clavarse en las manos de los desmayados. “No empujen!! Hay gente en el piso!!” braman los Advertistas. “¡Me muero, me están aplastando! ¡Basta, dejenme salir que me estoy muriendo!”, lloran los Panicosos. PUM PUM PUM, los golpes en la chapa cada vez son más fuertes y ahora duran la eternidad de un minuto entero. Los tubos de luces se aflojan por los impactos. La luz titila y alguna se apaga. Pequeñas crías de cucarachas se cuelan en los cuellos de las camisas, otras jóvenes adultas se camuflan en cabelleras calientes. Los golpes suceden arítmicos, la puerta vibra con cada impacto. Se escuchan gritos ahogados y llantos. El aire comienza a cargarse de tanto miedo y sudor.

Pese a haber perdido sensibilidad del entorno, un Advertista alarma a su alrededor diciendo que algo le había caminado por el pie. Algunos gritan, otros también lo sienten. Ya sea real, ya sea por paranoia, comienzan a zapatear. El Panicoso aún caído empuja con todas sus fuerzas por levantarse, golpeándole el mentón de un cabezazo a una chica que no lo vio venir. Un Liderambo lo agarra del tapado y le exige que cuente por el bien de todos qué vio ahí abajo. Nadie puede ver y si alguno osase de hundir su cabeza en la marea humana, correría el riesgo de asfixiarse o, peor aún, de no poder volver a sacarla. Los pies se levantan con pánico, algunos intentan subirse a quien tenga a su lado.

El vendedor juega con sus cuatro dedos de la mano. Está colgado de un caño que pasa justo donde termina el andén. Pasa su lengua por el hueco que hay entre dos de sus dientes mientras se ríe. Se hamaca y salta al túnel del subte. Alejándose camina a ciegas por los costados de la vía mientras da cuerda a otro ratón.

Soy Carolina De Simone y tengo 30 años. Estudié la carrera de Crítica de Arte y trabajo en una librería. Con el tiempo me di cuenta de que la escritura fue un lugar al que siempre recurrí para crear, como una pulsión incontenible y potente. Por esta razón decidí hacerme cargo e inscribirme en un taller para probar qué pasaba si me daba esa oportunidad.

Sobre Enjambre

Encontré en Enjambre y con Marcelo un lugar de búsqueda e indagación desde donde experimentar conmigo misma. Combatir mis limitaciones, autodescubrirme y explorar nuevas formas de ser a partir de la ficción escrita.

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