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Diario de exploración: introducción


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¿Cómo construimos un lugar en el mundo a través de las palabras?

Los científicos llevan décadas estudiando los silbidos de los delfines y tratando de descifrar qué dicen. Su cerebro y el sistema de vibraciones para generar los sonidos son similares al del ser humano, y está demostrado que se comunican entre sí.

La obsesión de los científicos, además de centrarse en deducir qué dicen los delfines, es poder construir un método de comunicación bidireccional entre los animales y nosotros. Los delfines ya entienden palabras y comandos nuestros, pero este intercambio es sólo en un sentido. Han sido más rápidos, y mi humilde opinión es que lo lograron antes porque no intentan en vano, como lo hacemos nosotros, decodificar al otro bajo nuestros términos, en nuestras ideas, en nuestra concepción del lenguaje. Según los científicos, la clave para descifrar a los delfines está en descubrir cómo vinculan un sonido con tal objeto, símbolo o comportamiento. Esta relación de sonido y sentido es la base de nuestra escritura (occidental, lógica, fonética), ¿es tan obvio que coincida con la de los delfines?

En 1560 Diego de Landa, un cura franciscano español, escribe el manuscrito “Relaciones de las cosas de Yucatán”, en donde transcribe un supuesto alfabeto maya. A través de largas conversaciones con un indio, intentó encontrar el símbolo gráfico que ellos usaban para la “a”, “b”, “c”, etc. y así relacionó cada letra del alfabeto con un jeroglífico. Lo que no se supo hasta unos siglos más tarde es que los mayas no tenían alfabeto, sino ideogramas (glifos es el nombre correcto). Pero Landa creyó que los sonidos de la lengua española eran universales y que todas las escrituras se correspondían con ellos, ignorando por completo los sonidos típicos de la zona de Yucatán como son el “ch”, “tz”, “dz”. Esta manera de comprender al otro, buscando los reflejos de la propia cultura en ese, y no poniendo en riesgo los propios supuestos, hizo que Occidente por siglos creyera que no existía otra forma de la escritura más allá de la alfabética, y que defendiera (a costa de menospreciar lo diferente) la idea de que la escritura estuvo y estará siempre subordinada a una lengua. ¿Y si no es así? ¿Si la escritura puede mucho más, puede otra cosa, además de ser el soporte gráfico de un lenguaje?

Tendríamos que cuestionar la relación básica entre sonido y sentido. Ferdinand de Saussure, a principio del siglo XX, definió el signo lingüístico como la unidad entre un significante (imagen acústica) y un significado (el concepto mental al que se corresponde la imagen acústica). Este núcleo, a través del cual construimos nuestro lenguaje, que se pronuncia en el habla y se fija en la escritura, no es la única fórmula posible de crear y reconocer sentido en el mundo.

Arrastramos una ceguera fonética, que nos impide percibir otras escrituras, y agranda nuestra racionalidad porque nos desesperamos poniendo conceptos a los sonidos. Hagamos el ejercicio de escuchar un ruido sin empalmarlo a un significado.

No escuchamos el mundo, salvo cuando la música nos rodea.

Tampoco leemos señales, relaciones, laberintos. Somos pobres cuando se trata de leer intuitivamente el mundo. Esa manera de captar está amenazada por la inclemencia de la razón y los conceptos.


En una entrevista, Laurie Anderson cuenta que un amigo suyo, que se dedica a observar el comportamiento de los delfines, asegura que ellos hablan todo el día, hablan nadando, durmiendo, haciendo el amor. Y que lo que buscan con esta actividad frenética es estatus. Quieren definir quién es el mejor, el más débil, el del medio. Este amigo suyo le propuso a la performer observar durante una semana las conversaciones humanas. Y la conclusión de Laurie es que no estamos muy lejos de hablar para conseguir poder social. Demostrar que sabemos más que el otro se ha vuelto el principio catalizador del decir. Usamos el habla como un aparto de defensa ultra desarrollado.

Ante está excitación del decir, habría que hacer una desintoxicación. No recluirse en un monasterio por semanas, meses o años a practicar el silencio (aunque no es una mala idea), pero al menos recuperar la pausa: el aire entre pensamiento, respiración y palabra. ¿Qué sucede si permanecemos en ese momento liberado, que sostiene lo que decimos y oímos?

Pascal Quignard cuenta en su libro “Los desarzonados” que el rey de Jerusalén (1229) puso diez recién nacidos en completo silencio para que la humanidad conociera cuál era la primera lengua hablada en el origen, cuál era la lengua que había estado en la boca de Dios. Los diez bebés que fueron alimentados, abrigados y cuidados en el silencio absoluto murieron. El rey concluyó que no había una lengua antes que la cultura. Quignard remató que la lengua de la humanidad consistía en el silencio mortal.

No es inofensivo el mundo callado. Si no desarrollamos lenguaje desde la cuna, morimos. Y aunque lo hagamos, después vivimos amenazados por ese mismo silencio que dejamos atrás, como si tuviéramos un cuchillo sobre el cuello.



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