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Venimos del lenguaje y hacia él vamos


Cuando era chico mi mejor amigo vivía en una de las así llamadas casa chorizo, casi al lado de la mía. Ahora me doy cuenta de que era realmente una casa muy antigua; tenía una suerte de despensa siempre fresca en un subsuelo saliendo de la cocina antes de llegar al patio. Yo tendría seis años, por lo tanto la casa era infinita. No puedo sino imaginarla oscura. Mi amigo se mudó al tiempo, a la vuelta nomás, a un departamento enorme donde nos encantaba escupir por el balcón y ver cómo la saliva se desintegraba antes de llegar a la calle. Me acuerdo de su abuela ciega; yo creía, y aún creo, que la vieja no tenía pupila porque cuando abría los ojos, en verdad el párpado se le subía como si tuviera vida propia, apenas se entreveía una cuenca vacía, una película rosada. También recuerdo no comprender qué hacía la palabra cataratas en semejante paisaje. Se llamaba Aurelia. Habrá muerto cuando yo tenía siete años, ocho, supongo (no tengo imágenes de ella en el departamento). Si llego a sobrevivir a mi amigo estoy completamente seguro de que seré la última persona que la vio con vida y la recuerda. Por supuesto, me la llevaré para siempre cuando muera. Alguien hará lo propio conmigo alguna vez. Así abandonamos el mundo las dos veces que lo hacemos: de a pares, acaso con gente que apenas conocimos (de la vieja Aurelia). No sé si estas líneas salvan a la abuela de mi amigo (solo sentía curiosidad por la cuenca vacía de su ojo) o acaso al chico curioso que yo fui.

Eso, debemos ser respetuosos con los niños que fuimos, cuando el lenguaje nos comenzaba a horadar.

Creo haber entendido cabalmente lo que es la muerte cuando me enteré que un ex compañero de trabajo a quien casi nunca veía o, mejor, veía cuando la casualidad solía encontrarnos por el centro, falleció después de remarla años contra un cáncer. El recuerdo de haber trabajado juntos se saldaba con un saludo afectuoso de veras y esas promesas de hacer un café de una buena vez por todas. La última vez que nos encontramos fue en la cola de un banco. Enumeramos una serie gerundios para dar cuenta de una resignada rutina sin sobresaltos y pasamos sin más trámite al recuerdo de algún ex compañero. No hablábamos de lo que suele llamarse actualidad: nunca se sabe cuál puede ser el filo exacto con que nos separan las diferencias. En verdad no sé si así fue el último encuentro, lo imagino así porque así funciona la naturaleza de estas coincidencias y no me acuerdo haber conversado de nada en especial nunca con él, ni siquiera en el trabajo. La noticia de su muerte no me sorprendió; la tristeza no duró mucho y nada de culpa me habitó al continuar con lo mío y llamar luego a un amigo para ir a jugar al fútbol. Durante un par de días lo recordé con cierta intermitencia.

Una vez me encontré en un restaurante con un profesor con quien, más allá de algún curso compartido, habíamos charlado casi siempre con cierta complicidad en los pasillos de la universidad. En el restaurante le pregunté cómo estaba y algo le dije sobre la facultad cuando me interrumpió con una sonrisa de desconcierto: hacía más casi un año que se había jubilado.

La muerte como ese olvido absoluto, insensible a la ausencia.

La muerte aparece allí en esa sensación de vacío abrupto que queda atrás cuando recuperamos a alguien. Vuelvo sobre mi compañero fallecido y no puedo evitar pensar entonces que bien muerto está cuando de nuevo recupero su memoria. Acaso sea él habitante de un vacío que no le pertenece, que es solo mío (y que es igual al de cualquier otro). Rescatado merced a alguna serie de eventos sin duda triviales escupo un pobre o sonrío a media asta y lo regreso a ese fondo silencioso que constituye la cifra cabal de mi finitud. Otros no forjan ningún vacío sino una ausencia y las ausencias no permiten construir nada. ¿De quiénes y de cuántos seremos nosotros entonces vacíos, ausencias, silencio blanco?

Los miles de libros de los que nada, pero absolutamente nada sobrevive, ¿no configuran ellos también el vacío donde se construyen las obras que perduran?

Una vez mi madre dijo como al pasar que todos los años le escribía una carta a mi hermano para el día de su cumpleaños. Mi hermano había fallecido a los veintiuno y esta confesión, aunque en verdad no fue confesión ni desahogo, mi madre habló como quien da una noticia atrasada, acaso obvia, esta confesión, decía, la escuché un domingo después de almorzar mientras retirábamos los platos casi treinta años después. No recuerdo qué respondí, creo que nada más allá de un ajá de párpados caídos. Acaso haya ensayado una sonrisa de comprensión si es que es posible comprender que un arroyo remonte una montaña. Hablamos luego de que mi hija tenía pensado estudiar farmacia. De eso me acuerdo muy bien porque la cara de mi madre hecha pregunta replicó la de todos los que se noticiaban de una decisión de galera de mago. ¿No quería estudiar teatro esta chica?

Cuando estaba en casa hice la cuenta exacta. Para ese entonces mi madre llevaba escritas treinta y dos cartas de cumpleaños. No dijo qué hacía con ellas o dónde las guardaba.

Mi madre tiene una caligrafía perfecta, como todas las maestras aún hoy.

Lo primero que un chico aprendía a escribir era que su madre lo mimaba y lo amaba.

Y la letra del niño como si eso no fuera cierto, como si estuviera obligado a decirlo.

El primer verbo que se escribe es amar.

El primer sustantivo es mamá.

Nacer de nuevo en la escritura, entonces.

De hecho eso es escribir: comenzar a transcurrir.

Y como la cabeza va más rápido que la mano, uno ya sabe lo que quiere antes de escribirlo.

Escribir vendría del indoeuropeo skribh que significa separar, distinguir.

La escritura se inventó por una necesidad económica. Y se enseña a escribir por la misma necesidad, pero de entrada nos decían que nuestra madre nos amaba.

Y sonaba a despedida porque iniciábamos un largo viaje.

Como aprender a andar en bicicleta. Mamá nos suelta, corre al lado nuestro susurrando al oído pero sin agarrarnos. Este susurro, entonces, mama me ama, escrito en primera persona, ¿a quién va dirigido? No a la maestra, seguro, que es la que dicta; no a la madre, claro, sino a quien quiera leerlo. Pero el cuaderno solo lo lee la madre. Tal vez sea un mensaje que la maestra manda a la madre: señora, mi mama me ama. No hay mejor carta de presentación para exhibir a quien custodia hijos ajenos. El amor de madre se transmite.

O bien el hijo le anuncia al mundo que su madre lo ama.

O se quiere convencer, porque ya está lejos, porque la madre ha soltado la bicicleta para iniciar un viaje.

Todos andamos así, con la certeza de que hay alguien detrás sosteniéndonos.

Pero las letras avanzan con miedo. Tiemblan sin equilibrio, se salen del camino.

La letra se desplaza como si la hoja del cuaderno fuera una montaña cuesta arriba, o el trayecto errante de una hormiga en un patio de baldosas. Como el camino de un chico perdido que busca a la mamá.

La letra se va estabilizando, de a poco, con los años. Pero nunca llega a ser ese gesto perfecto de la maestra; escribe felicitaciones como si decorara una hoja.

Si te ama tu mama tendrás esta letra.

Hoy los chicos escriben su nombre antes que nada.

Me llamo Jeremías, leo en el cuaderno de mi hijo (no más vínculos sino la afirmación del individuo).

Todos los chicos tienen la misma letra cuando comienzan a escribir.

Del mismo modo cuando dibujan: el trazo es idéntico.

Somos al principio lenguaje en el deseo de nuestros padres o en el anhelo de abuelos o la insistencia de amigos, como si fuera un viento que de a poco, al menguar su soplo, adquiere consistencia líquida. Luego somos palabra en la memoria de nuestros hijos.

Venimos del lenguaje y hacia él vamos.

Hace añares que no escribo una carilla a mano alzada. Mi letra es incomprensible, me cuesta interpretar incluso cuando anoto algunos números. Letra de médico se suele llamar a esa serie de grafías solo inteligibles por un farmacéutico experimentado. Sin embargo tengo para mí que, con la excepción de las maestras, todos los adultos hemos perdido la motricidad fina con que hacíamos los deberes para prepararnos para una vida que no nos exige escribir a mano salvo a médicos y maestras que preparan, estas últimas, a los alumnos para los deberes de la vida. Y el resto, ingenieros, contadores, albañiles, fabricantes de alfombras, son tan ininteligibles como cuando escriben como los médicos.

A diferencia de la máquina de escribir, donde las letras eran lanzadas como catapulta sobre una franja de tela de tinta, aquí en la pantalla de la computadora la letra emerge desde la nada misma; mejor: ni siquiera emerge, sino que sencillamente aparece, algo así debí haber sido el big bang: de pronto allí estaba lo que explota, lo que es en tanto explota.

Así, de pronto desde la nada apareció Aurelia, la abuela de mi amigo.

Así, de pronto, aparecerán las cartas de mi madre.

Así, de pronto, el universo se ira creando y desapareciendo por siempre.

Un día cuando mi madre ya no esté ordenaré sus cosas, limpiaré la casa y, sin duda, encontraré las cartas. Imagino que están en una caja de madera en algún cajón del ropero (en su casa hay dos roperos y una cómoda). No las sospecho dentro de un sobre sino ordenadas en una pila, año por año. Acaso pueda llegar a haber unas cuarenta cartas. También conjeturo que al menos de una, la primera, leeré el encabezamiento (y hasta allí pienso llegar). Imagino las primeras cartas sin su letra de maestra, sino de alguien que escribe como por primera vez. Pero sé que año a año la letra fue mejorando hasta lograr un diez felicitado.

Querido hijito, así en diminutivo, me figuro que dice porque yo escribiría eso.

Seré custodio de esas cartas cuando las encuentre y se las daré a mis hijos que sí, podrán leerlas si quieren. Ellos conocen a su abuela pero no conocieron a mi hermano. Uno de los dos es lenguaje por el momento.

Algún día lo serán los dos, entonces serán uno para siempre.

Luis Sagasti nació en Bahía Blanca en 1963. Es docente y crítico de arte. Ha publicado las novelas Los mares de la Luna (2006), El canon de Leipzig (1999), Bellas artes (Eterna cadencia, 2011), Maelstrom (Eterna Cadencia, 2015), además de cuentos y ensayos en diversas revistas culturales. En 2010 obtuvo una beca de la Fundación Apexart Residency Program para una estadía en Nueva York que le permitió finalizar su libro Bellas artes.

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