El diálogo, la escucha, la atmósfera
Pequeña crónica sobre la jornada de Dialogismo en Espacio Enjambre, y algunas reflexiones sobre el encuentro posterior con Alfred Hurst, uno de los coordinadores.
Alfred nos propone un ejercicio. Una tiene que contar una pequeña historia y la otra oír con cuidado. Yo preferí hablar. Me levanté a la mañana, mi marido guardaba las últimas cosas en su valija. Sonó el portero, era hora. Él me dijo “te amo” mientras tocaba el botón del ascensor y cerraba la puerta con él del otro lado. Yo me quedé sola en la casa. Alfred detiene el monólogo. Y le propone a Alejandra que deje de escucharme. Ella se para y busca el teléfono. Se suponía que yo debía continuar, pero tartamudeé, y la historia se desvaneció.
Él quiere que registremos algo elemental: lo que está ocurriendo entre dos personas. La parte más primitiva, las sensaciones que, probablemente, son lo primero que llegó a nosotros hace miles de años atrás, antes de las emociones y de tanto desarrollo mental. O sea, según mi perspectiva, nos está pidiendo que le demos lugar a esa parte tan exigidamente excluida en las conversaciones de adultos. Yo lo escucho, y por adentro pienso en cómo con un simple ejercicio tocó uno de los asuntos más complicados de estar con otro. ¿Cómo la educación y las ideas que fijamos sobre las cosas guían o limitan el contacto con nuestras sensaciones? ¿Y cómo permanecemos cerca de las sensaciones sin perturbar el vínculo que construimos?, ¿es esto posible?
Alfred Hurst es terapeuta. Vino de Londres para coordinar una jornada de dialogismo en la que yo había participado hacía unas semanas. Quedé tan fascinada con la práctica, que lo invité para entrevistarlo. Se me ocurrió llamar a mi amiga y quien fue mi maestra de pensamiento contemporáneo por muchos años, Alejandra Tortorelli, porque trabaja con psicoanalistas y, sobre todo, lo hice guiada por una sensación.
Participé de la Jornada Experiencial de Prácticas Dialógicas, pese a mis reticencias a cualquier tipo de exposición grupal, porque me invitó Martín Glozman, quien también coordinaba la actividad. Había trabajado con él en Espacio Enjambre organizando un encuentro sobre la lengua ídish. En las reuniones de trabajo, Martín –que se mantenía callado largo rato y luego hablaba despacio- señalaba lo que sentía respecto de tal o cual decisión que íbamos tomando sobre el contenido del encuentro. No se refería a lo que pensaba o creía, hablaba desde la afección que le producían las ideas que discutíamos. Este comportamiento en una reunión de trabajo con personas que se conocen poco llamó mi atención, y me dio confianza.
En la jornada éramos unas veinte personas en círculo. Además de Alfred y Martín, también Heleni Andreadi y Elisa Petroni coordinaban la actividad. Pidieron que nos presentáramos, y lentamente, entre preguntas que iban y venían, y alguna sutil intervención por parte de los coordinadores, comenzamos a hablar. El asunto sobre el que charlábamos no estaba delimitado, tenía que ver con los problemas de comunicación que cada uno padecía en su trabajo, pero de a poco esos temas se fueron alejando, y cada vez más todo tenía que ver con lo que estaba ocurriendo ahí, entre nosotros.
Dos personas comenzaron a sostener una discusión personal, mientras los demás mirábamos moviendo la cabeza como espectadores de un torneo de tenis. Alfred frenó esa situación, nos dijo que evitáramos las charlas de a dos y la argumentación. Pasaron un par de horas, esperábamos alguna directiva, un ejercicio concreto (nos pasamos todo ese tiempo esperando que la actividad comenzara). Hasta que Alfred propuso que nos pongamos de pie. Todos atendimos su pedido, como si la obediencia fuera la única forma de emplear el tiempo, de ejecutar una acción, porque estábamos desesperados por hacer algo. Y una vez ubicados, de vuelta no había qué hacer. Esas sensaciones, no censuradas ni organizadas bajo un fin, empezaban a emerger. Había una incomodidad generalizada, y de a poco comprendimos que de eso se trataba el encuentro, no de perseguir temas de conversación, sino aventurarse al contacto –o contagio- del otro.
Alfred me pregunta si me acuerdo del nombre de la chica que hacia el final de la mañana convocó al grupo a hacer un ejercicio y así cerrar el encuentro. Me acuerdo perfectamente de ella. Nos dijo que pasáramos algo simbólico de uno al otro hasta completar el círculo. Para Alfred, fue increíble cómo la chica viajó miles de años atrás y encontró una nueva sensación que unía al grupo.
Según él, esta es la clave, ese espacio entre uno y otro, muy primario, que hay que aprender a leer. Esas señales, esa atmósfera. Su escucha como terapeuta se construye sobre esta atención particular. Alejandra concuerda y agrega una observación, dice que la comunicación está sobrevalorada en términos de lenguaje y significado. Interpretamos todo, y no trabajamos en el vínculo, el cuerpo, el tacto, el ambiente. Todo se reduce al lenguaje, y la comunicación falla por esa idea.
A ella le preocupa lo mucho que nos cuesta escuchar al otro, que implica abandonar el propio lugar, las propias ideas. Estamos educados en la propiedad del “yo soy yo”, “yo creo esto”, etc, y cuando nos exponemos a otro, esta ilusión de identidad delimitada entra en conflicto porque el otro jamás refleja quién somos, sino que nos abre a lo desconocido. Entonces, el encuentro con el otro –que es la mayor posibilidad de apertura- nos resulta amenazante y nos cerramos más sobre quién somos, qué creemos. Es un circulo vicioso.
Alfred insiste en que la posibilidad acercarnos unos a otros está en esa herencia milenaria, la “sensación”, y debemos aprender a dejarla aparecer, dejar que nos guíe. Según Alejandra, hay que aceptar el conflicto, trabajar desde la diferencia con el otro, y desapegarnos del ideal de igualdad que tanta frustración causa.
Antes de que nos despidiéramos, Alfred nos contó que hacía poco, en un congreso de psicoanlálisis, armó una charla sobre la necesidad de revelación del terapeuta en algunos momentos del tratamiento, y sucedió algo extraordinario. "The therapist self-disclouser" -así es como lo llama- es el tema de su postgrado, y es un planteo de sospecha sobre ese mandato psicoanalítico de anular totalmente la vida privada del terapeuta. Como suele pasar en sus conferencias, a medida que conversaba, Alfred se fue desvistiendo y cambiando el traje de oficinista por uno bien glamuroso, ayudado por Beverly -una transexual, maquillada y vestida floridamente-, que le pintó las uñas y le dio una mano con el vestuario. En eso, uno de los participantes le dijo que todo ese show que estaba montando tenía que ver solo con él, y para nada con el tema que debía discutirse. Y Alfred le contestó: "claro que es sobre mí, pero también sobre la relación entre vos y yo". Arrancaron una discusión que lentamente fue desembocando en un intercambio. Discutir e intercambiar son dos maneras muy distintas de aproximación entre dos personas. La noción de "terapeuta" se fue haciendo pedazos, y no porque se debatiera intelectualmente sobre ello, sino porque la conferencia estaba planteada como una experiencia de exposición física a la idea de "qué es un terapeuta".
No es por el escándalo que se usa la perturbación. Parece que las instituciones han asignado lugares tan fijos, tan opresivamente delimitados, que la disrrupción se ha vuelto una fuerza de libertad. Este dominio pasa en el psicoanálisis, como cuenta Alfred; pasa en la filosofía, como comenta Alejandra, en la obligación por especializarse en la obra de tal o cual filósofo, y no en reflexionar sobre la época que nos toca; pasa entre dos personas, y todo su pequeño y pesado mundo de clasificaciones.
Basta, respiremos, que el espacio que nos sostiene sea suficientemente espeso para liberarnos de tantos apoyos mentales.