Quiebre
Esta crónica autobiográfica que surge en el taller de Leila Sucari cómo un episodio de una alergia durante la infancia se transforma en el relato perfecto para explicar el origen de los "quiebres" en la adultez.
-A veces dudo si volver o no. Acá en el pueblo todos me quieren.
Su voz suena lánguida y pausada. El desfile estruendoso de los colectivos a esta hora del día, me obliga a taparme el oído que no lleva mi teléfono pegado y a cobijarme en un zaguán anacrónico.
-Quedate entonces- respondo irónico y a la espera de una catarata de palabras amorosas que me azucareen el alma.
-Lo voy a pensar…- dice. Y aunque su respuesta llega acompañada de una risita socarrona, alcanzo a percibir también un eco melancólico. Como si el deseo de estirar ese fin de semana en su pueblo, y volverlo eterno, reverberara en sus pensamientos con una certeza inocultable. Me cuenta dos o tres eventos sin importancia (sospecho que para camuflar su declaración y amortiguar un veredicto predecible), nos mandamos sendos besos (el de ella, como siempre, en forma de onomatopeya) y nos despedimos como si el amor se mantuviese intacto. Después, con grandilocuencia de presentador de circo pequeño, hace su florida aparición el gusano filoso que recorre el cuerpo por adentro a la velocidad de la luz. Un recorrido que comienza con ese cosquilleo en la panza, parecido al que aprendimos a disfrutar cuando de niños estábamos en la hamaca o en el sube y baja, pero que en estas ocasiones, con una rapidez espeluznante, se vuelve incisivo y voraz. En su transitar punzante, va generando una picazón interna imposible de rascar. Y nos inquietamos. Y nos escarbamos la piel hasta corroerla, porque sentimos que corremos el riesgo de que la comezón nos queme las vísceras.
Y entonces diviso el quiebre.
Me sorprendo del logro. Dueño de un doctorado honoris causa en negación sistemática, suelo reconocer los cambios significativos de manera brusca. Cuando ya no hay vuelta atrás y el estadio pretérito ha sido pulverizado en mil partes. Por eso, evidenciar el momento mismo en que se ha producido la fractura, de alguna manera me suaviza el golpe y apacigua mi desilusión.
Decido emprender un paseo reparador. Desde hace años, las caminatas me oxigenan los pensamientos y se constituyen como el antídoto obligatorio que les permite clarificarse. Más rápido que un bombero, rebobino el tiempo hasta el siguiente descubrimiento metamórfico. Mi cabeza acciona y relaciona. El momento encontrado también conlleva una picazón. Tengo once años. Una alergia ingrata e indisimulable me ataca de golpe. Me lleno de ronchas, se me hinchan los ojos y el labio superior. Madre me lleva al médico alergista, quien realiza exámenes de rutina y me receta una dieta estricta. Solo puedo comer galletitas de agua y beber leche de soja con sabor a manzana. En realidad a mi me gusta decir “masitas” y no “galletitas”, pero como mis compatriotas citadinos se confunden algunas terminologías propias del pueblo, he decidido ceder este gusto en pos de la buena comunicación. Mi alergia se retira. El alergista manda a que incorpore algunos alimentos “de a poco”. Incorporo la carne. La alergia vuelve, y con ella, la soledad de la leche de soja y las masitas de agua. Perdón, las galletitas. La alergia cede y el alergista me manda a que ingiera carne nuevamente, para estar seguros de que hemos identificado al enemigo. Padre me cocina un bife de costilla que disfruto como último. Pero la alergia no se presenta. El alergista se sorprende e insiste. Como carne tres días seguidos. Ni rastros de la alergia. El alergista manda entonces a que incorpore los cítricos. Bebo jugos exquisitos, y la alergia arremete con furia.
-¡Lo sabia! -festeja el alergista.
-¿Y entonces por qué carajo no fuimos directo al grano? -pregunto para mis adentros mientras sonrío con labios de monstruo, tratando de no importunar al estudioso.
Dejo los jugos. La alergia persiste. Pasan los días. La alergia persiste. Dejo la carne. La alergia persiste. Muero de hambre. La alergia persiste. El alergista decide hacerme más exámenes. Me pincha los brazos doscientas veintidós mil veces y espera a que alguno de los agujeritos que va dejando, se presente en composé con las ronchas que me acontecen. Nada. La única relación que logramos encontrar es la establecida entre mis quejas y las de Padre. Yo protesto por mis labios inflados y él porque asegura tener infladas las pelotas, con tantas desavenencias por parte del dueño del guardapolvo blanco. El alergista pregunta si hay algún alimento que estuviera comiendo en exceso, en el momento de la aparición de la alergia invencible. Madre responde que yo atravesaba una especie de adicción a las masitas Lincoln. A ella también le gusta decir “masitas”. El alergista, claramente desconcertado, nos regala una diatriba acerca de las alergias y los ingredientes secretos que las empresas alimenticias utilizan en sus productos, y blá, blá, blá.
Reunión familiar. Padre y Madre debaten para ponerse de acuerdo en sus apreciaciones sobre el alergista. Madre piensa que es un infeliz que se quedó en la medicina de hace treinta años. Padre que es un pelotudo y basta. Ambos coinciden en su “indiscutible falta de idoneidad”. El alergista abandona nuestras vidas. Vuelvo a comer de todo. La alergia aparece y desaparece como las palomas en las galeras de los magos. Cada vez que me despierto con la cara hinchada, Padres me dejan faltar a la escuela. Les hago creer que es para evitar el verdugueo generalizado de mis compañeros, pero lo que quiero impedir en realidad, es que la chica preciosa de pelo cortito y olor a perfume de frutilla, me vea con esta cara de boxeador derrotado. Hago los mandados con Madre. Nos encontramos a mi pediatra, el Dr. Ordaz, quien nos saluda con amabilidad y realiza un comentario acerca de las ronchas que se posan en mi cuello. Madre lo pone al corriente de la situación. El Dr. Ordaz nos pide que, por favor, lo sigamos a su consultorio, que está a media cuadra. Madre asiente y caminamos hacia allí. Al entrar, me revisa y luego va hacia un mueble con vitrina de vidrio esmerilado. Lo abre y alcanzo a ver una gran cantidad de frascos y cajas de medicamentos. Hurguetea un buen rato pero no saca nada. Sale unos segundos del consultorio y al volver trae un frasco muy pequeño con gotero de color amarronado y sin ninguna etiqueta. Le explica a Madre de que se trata la pócima que se encuentra dentro. Habla en difícil. No entiendo nada. Estoy seguro de que ella tampoco, aunque cada tanto asiente con la cabeza, como si comprendiera perfectamente el léxico científico que el doctor está utilizando. Luego se dirige a mi y facilita la terminología. Me explica que mientras tome diez gotas de ese brebaje, en ayunas y todos los días, es imposible que la alergia ataque de nuevo. Me pide que confíe en él. Dice que ya ha tratado alergias similares a las mías y que ha obtenido siempre buenos resultados. Ambos le agradecemos mucho y abandonamos esperanzados el consultorio. Madre le cuenta a Padre lo sucedido. Padre le dice que deberíamos haber recurrido al Dr. Ordaz desde un principio. Madre le responde que aún no cantemos victoria.
La mañana siguiente comienza con las diez gotitas mágicas antes de tomar la leche. Durante esa jornada, la alergia no se presenta. Al otro día sucede lo mismo. Y al otro. Y al otro. Vuelvo a ser un niño normal. Vuelvo a ir al colegio todos los días. Vuelvo a estar tranquilo. Vuelvo a acercarme a la chica que me gusta.
Pasa un mes. El frasco está casi vacío. Necesitamos renovar el stock. Madre y yo vamos a lo del Dr. Ordaz, quien nos recibe con una sonrisa más grande que la de costumbre. Me pregunta como me fue con la poción mágica y me guiña el ojo. Yo le devuelvo una sonrisa agradecida. Madre le comenta que el frasco está casi vacío. Que solamente queda medicación como para dos días. Le pide que por favor le haga la receta para comprar otro. El Dr. Ordaz hace una pausa prolongada y con voz impostada responde:
-No hace falta que compre nada. Vuelva a su casa, rellene el frasquito con agua y listo. Acto seguido se ríe fuerte, y mientras la carcajada oronda y grave retumba en el consultorio, me vuelve a guiñar el ojo y me despeina pasándome su manota por el pelo varias veces con velocidad de ventilador.
Y entonces diviso el quiebre.
Las campanas mentirosas de una iglesia mormona me bajan de prepo del DeLorean mental, y vuelvo al gusano infame y afilado. Me siento en el banco de una plaza. Lloro hasta que se me hinchan los ojos. Como cuando la alergia atacaba. Pero el llanto no contribuye en absoluto a que el gusano aminore su velocidad de marcha. Una vaquita de San Antonio viene a socorrerme y se posa sobre mi mano húmeda. Los que saben dicen que cuando esto sucede, hay que pedir un deseo y echarla a volar.
Desconozco si el Dr. Ordaz está vivo todavía. Hace muchos años que no sé nada de él. Pero en este momento solo me sale desear una cosa: verlo aparecer con un frasco muy pequeño con gotero de color amarronado y sin ninguna etiqueta, que contenga la pócima hechicera, que me ayude a volver a acercarme a ella, la chica que me gusta.
Juan Cerono es Compositor, Músico y Docente nacido en 1978. Su trabajo musical abarca la música para instrumentos de orquesta tradicionales, así como también el uso de las nuevas tecnologías y la performance. Sus obras han sido interpretadas en las salas dedicadas al repertorio musical contemporáneo más importantes de la Ciudad de Buenos Aires (Teatro Nacional Cervantes, Centro Nacional de la Música, Centro Cultural Recoleta, Centro Cultural Kirchner, Usina del Arte, etc.) y en distintas salas de Argentina, Uruguay, Colombia, Italia y Finlandia, por músicos de reconocida trayectoria, como Compañía Oblicua, Quinteto Sonorama, Dúo MEI, Cuarteto UNTREF, entre otros. Además, es el ideólogo de muta.DOMO.i, proyecto musical cercano a la canción experimental, con el que editó en el año 2017, el disco “Interludios Melancólicos”, que contó con la participación de músicos invitados de la talla de Gabo Ferro, Margarita Fernández, Juan Carlos Tolosa, dúo MEI, Cuarteto de cuerdas UNTREF, NONSENSE Ensamble Vocal de Solistas, Santiago Segret, Dana Najlis y Fernando Manassero, entre otros. En tanto su actividad como docente, es profesor en la Licenciatura en Música de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF) y codirector del ensamble vocal formado por alumnos de la mencionada licenciatura. Actualmente, se encuentra dando sus primeros pasos en la escritura y producción de textos, tomando clases particulares con el escritor Daniel Guebel y participando en el taller de relato autobiográfico dictado por la escritora Leila Sucari.
Sobre Enjambre
Llegué a Enjambre a través del taller de escritura dictado por Leila Sucari, a quien, a su vez, descubrí a partir de la lectura de su exquisita novela Adentro tampoco hay luz. Mi actividad en la composición musical siempre me ha tenido escribiendo textos que se amalgaman con música, pero es la primera vez que abandono la compañía de esta última para transitar únicamente por la escritura, y la experiencia de aprendizaje en Enjambre viene siendo harto maravillosa. La posibilidad de compartir mi camino con otros caminos, tanto dentro del taller, como también en las actividades conjuntas organizadas por la escuela, me tiene fascinado. Un espacio imitable, necesario y fundamental.