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Cuestionario: Inés Garland


Inés Garland fue una de las invitadas recientes a Rojo Lecturas, el ciclo de literatura de género que hacemos en Espacio Enjambre. Ahora, responde a nuestras seis preguntas para escritores.

-¿Cómo describirías tu propia historia con la lengua? ¿Cómo fue y es tu relación con contar, callar y escuchar?

I G: Quiero empezar por contar que tengo una memoria horrible. Por más que trate de recordar, mi memoria solo suelta los recuerdos si se le da la gana y parece tener una aversión por las preguntas que puedan sonar académicas. Me encantaría responder con claridad y solvencia, pero aclaro que voy a zambullirme en lo primero que me vino a la mente y espero que se abran los cajones del archivo que guarda todo tan celosamente que no accedo con ninguna otra contraseña que no sea la entrega.

Recuerdo un amor absoluto por el análisis sintáctico desde muy temprano ¿tercer grado? ¿sexto grado? ¿Miss Margarita o Miss Estela? Amé desde el primer día las reglas ortográficas, las listas de preposiciones, a, ante, cabe, bajo, el análisis morfológico me producía fascinación absoluta. No es que me resultara fácil, tenía que memorizar algo que no terminaba de entender y hoy en día todavía no puedo clasificar con los nombres que da el análisis morfológico y desconozco el nombre de muchas de las figuras retóricas y sigo sin memorizar las reglas de acentuación de las palabras graves. Puedo paralizarme un instante si me piden una metáfora aunque las hago todo el tiempo, como si la lengua fuera para mí como respirar o digerir o soñar: algo que no puedo ordenar realmente, que me excede y me lleva en andas y me expande abriendo puertas que yo, conscientemente, ni siquiera sé que están. Desde sexto grado varias maestras de lengua me preguntaban el significado de las palabras aunque yo las supiera casi instintivamente, por contexto, y aunque a pedido de boca pensara que no las sabía. Pero leía diccionarios. Me apasionaba saber cómo en esos libracos una palabra venía detrás de otra no solo por la primera letra ̶ esa era fácil ̶ sino por las que venían detrás, en fila, en un orden que parecía no tener fin. Amé las composiciones tema La vaca, Mis vacaciones y la última que recuerdo, en cuarto año: “El amor”, una disertación cursi de veinte páginas que recibió un 10 en números seguido del (diez). Todavía hoy alguna palabra se me abre de pronto aunque la haya usado mil veces. Puedo sentarme y esperarlas y aparecen, puedo empezar una lista libre de palabras. Ahora, por ejemplo, se me cruzó “descaro”. Ayer, por un mail “zanguanga”. Las palabras son hermosas. Como traduzco, a veces se me aparecen en inglés y me pongo a pensar el equivalente exacto, y aparecen los sinónimos que no existen porque cada una es un mundo de asociaciones, cada una tiene su propia temperatura, su materialidad. Cuando escribo pienso cosas “artefacto es una onomatopeya, algo que recibe ese nombre tiene que tener una propensión a romperse. Desperfecto. Debe ser la c seguida por la t ”. Y así puedo pasarme un buen rato cada día. Y después me pregunto por qué no me alcanza el tiempo.

Era verborrágica porque hablar siempre tapó mi timidez. Pero en medio del ruido presto una atención muy aguda a las personas que me hablan. Leo no solo en el lenguaje. Leo en el cuerpo, leo las contradicciones, las cadenas que se arman en el discurso, asocio, asocio, asocio. Tal vez justamente porque yo estoy haciendo una cosa para afuera y otra va por dentro, me creo capaz de leer entrelíneas, de ver abajo del agua. Seguramente sea una forma de paranoia.

El haberme dedicado a escribir hace que la escucha se haya vuelto más precisa. Me gustan las maneras de decir, me gusta escuchar por sobre el hombro las conversaciones ajenas. Espío. Ando con el microscopio de acá para allá. Tengo la maldición de no poder retener nada en la conciencia. Estoy tratando de hacer las paces con eso porque está cada vez peor. Hago anotaciones pero no alcanzan. Quisiera poder reproducir exactamente lo que escucho cuando me llama la atención. Y no puedo. No puedo, pero si atrapo la punta de un hilo, una palabra, un modo, capaz que después está todo ahí, guardado. Todavía tengo que aprender a confiar.

-¿En qué se parecen, si se parecen, tu forma de hablar, tu forma de pensar y tu forma de escribir?

I G: Voy por la vida redactándola. Me narro en primera o en tercera y corrijo las oraciones. Me narro, narro lo que veo, narro lo que pienso, hago digresiones que no termino de formular. Redacto en mi cabeza una gran parte de las cosas que hago. Cuando no estoy escribiendo, también escribo en mi cabeza. Me detengo en el orden de la oración en mi cabeza o en una palabra porque no es exactamente la manera de decir lo que acabo de hacer o lo que voy a hacer. El tiempo no existe porque está supeditado a esa locura. Siempre fue así, pero ahora empeoré. Mi escritura también es digresiva, pero cuando escribo voy a alguna parte, no sé adónde, lo descubro cuando llego, pero sé que estoy yendo. En cambio en la vida no sé adónde estoy yendo. Y si alguna vez llego a saberlo ̶ tengo la fantasía de que en el momento de la muerte o tal vez en los días posteriores, voy a entender cosas ̶ si llego a encontrar el sentido que tanto busqué, no creo que pueda volver atrás a corregir y atar cabos como hago cuando termino un texto.

-¿Qué significan para vos, a la hora de escribir, la música, el oficio, los rituales?

I G: No puedo escribir con música. No puedo tampoco leer con música. Sí puedo poner una música y soltar la pluma para hacer un ejercicio de asociación entre el sonido y la escritura, pero no puedo tener música de fondo. La música de fondo me molesta. En mi vida la música es para escucharla o para bailarla. El oficio son cuarenta años de escribir y pensar en la escritura propia y ajena. El oficio es la obsesión, la técnica, la práctica. Es como ser ebanista y saber usar todo tipo de gubias. No tengo rituales fijos. Supongo que vencer la resistencia es en sí mismo un ritual. Dar vueltas, perder tiempo, desesperar, empezar por fin, sentarme muy derecha, entender lo que es la entrega.

-¿Qué te sugiere "el afuera de la escritura"?

I G: La verdad es que no tengo idea. Lo primero que me aparece es el circo alrededor de la escritura (perdón). Después me aparece esto que acabo de hacer a raíz de las preguntas. Pero para mí la escritura es todo, todo está adentro de la escritura, hasta el cuerpo. No puedo ver un afuera que alimenta un adentro sino algo que entra y sale, a través de una membrana totalmente permeable, sutil, iridiscente, la prueba de que todo está ligado.

-¿Cómo leés, cómo escuchás un texto? ¿Cómo describirías tu atención como lectora?

I G: Leo y escucho con voracidad. Quiero tanto que los textos se abran paso, que me atraviesen, que abran puertas y ventanas. Mi atención es intensa y la vez muy voluble. Si no me toca, me deja de interesar. Si le veo un artificio, algo que yo llamo falsedad y no sé si me resultaría tan fácil de describir, si no veo al que lo escribió metido en eso sin escapatoria, con un rigor que su verdad más íntima reclama y con el compromiso de no tranzar con ninguna otra cosa que no sea esa, si eso no está tengo que hacer un esfuerzo inmenso para no desconectarme fastidiada. Soy insoportable y estoy segura de que me podrían discutir que esa evaluación que hago es subjetiva, pero no conozco otra manera de relacionarme con un texto. Tal vez sea una limitación muy grande.

-¿Qué artistas, no escritores, te alucinan?

I G: Egon Schielle, Cezanne, Leonardo Da Vinci, Sally Mann, Andy Goldsworthy, Hokusai, Hiroshigue, Miguel Ángel, Wagner, Beethoven, Bach, Argerich, Pina Bausch, tantos artistas anónimos, bordadores, tejedores, pintores, joyeros, cocineros, mujeres y hombres y niños, los niños son artistas consumados.

Inés Garland colabora con diversos medios periodísticos y coordina talleres literarios. Su libro Una reina perfecta fue premiado en 2005 por el Fondo Nacional de las Artes. Varios de los relatos que integran este libro también han sido galardonados. El cuento Una reina perfecta fue traducido al inglés para el National Welsh Review. Su novela Piedra papel o tijera recibió el premio destacado de la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de Argentina (ALIJA)” y fue ganadora del Premio Deutscher Jugendliteraturpreis 2014, además ha sido traducida al alemán (editorial Fisher) y al francés (editorial L’école des Loisirs). Además publicó las novelas El rey de los centauros (2006) y El jefe de la manada (2014); y el libro de cuentos La arquitectura del océano (2014). Todos sus libros han sido editados en Argentina por Alfaguara.

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