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Diario de exploración: celebración de la dicha


Pasó lo que los cuatro amigos nunca desearon que ocurriera. Los años los habían unido. Se juntaban cada tanto a comer y saborear los vinos y los licores.

Pero esta no es la historia de lo que comían.

La historia de los amigos es la del tiempo que no pasaban juntos. El tiempo que se iban a contar cuando se vieran, sin imponer uno por sobre el otro los pensamientos que habían acumulado en esa época, semanas sin contarse las nuevas creencias, los nuevos razonamientos que la actividad del día les había brindado.

Ninguno hablaba sobre el murmullo que aparece en la zona interna del oído cuando se iban a acostar. Ese eco que se pliega sobre las sábanas, y que le hace suponer al cuerpo que la demencia es el umbral del sueño. Los amigos no hablaban sobre la vida que llevaban de noche.

Aunque todos tuvieran una vida nocturna.

Estuvieron una vez más reunidos alrededor del vino. Siempre fueron planetas girando sobre una mesa, una historia –como la mayoría de los amigos. El suelo bajo los pies era de baldosas. Cuadrados ensimismados, que con su simetría soportaban la curva de sus voces y la sensación de estar flotando en ellas. Entre lo que hay abajo y lo que descansa arriba siempre hubo una arquitectura perfecta.

La amiga de la punta les contó que desde hace unos días sentía una mano apretujándole el corazón, no desde afuera, sino como si le hubieran injertado una garra detrás del esternón que le estaba achicando el músculo.

La amiga de la punta lo dijo mientras otro de los amigos relataba su último experimento, haber montado por primera vez un caballo. Lo interrumpió cuando describía su asombro por la soltura con la que manejaba las riendas.

Dejaron de comer, dejaron de mirar al amigo que había montado el caballo. No pusieron sus ojos en nada, no dijeron más. Por unos segundos lo único que se movía en la sala eran las hormigas que recorrían el surco entre las baldosas. Los amigos jamás habían reparado en lo sostenidos que estaban no exactamente por las palabras, más bien, por el correr de la conversación, por la velocidad con la que se contaban sus asuntos.

El silencio debilitó la gravedad que los mantenía reunidos.

Se escuchó el esfuerzo de la respiración del amigo que se apoyaba contra la puerta. Cuando abandonó la niñez este amigo, cada unas diez inhalaciones, se le cortaba el flujo del aire y tenía que doblar el empeño para que el oxígeno entrara. Lo que hacía de su aliento una marca del aire, a pesar de que la respiración sea una actividad en el fondo del cuerpo.

La cuarta, la de buena escucha y pocas palabras, cortó el silencio y advirtió que cuando se fuera a dormir soñaría que viajaba en globo y que un viento fuertísimo la llevaría más allá de los ríos y las montañas, y vería el terreno como si estuviera leyendo un mapa. Supo del sueño cuando a la mañana, mientras tomaba el café, observaba los poros en el mármol de la cocina.

Se había infringido el pacto.

Dejaron de hablar sobre lo que los mantenía unidos: lo que cada uno imaginaba era común a todos. La amiga de la punta, cuyo corazón decrecía con las horas, pronunció lo que no pertenece a nadie, ni a quien lo dice aunque le ocurra.

Foto de Graciela Sacco

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