Adoro la teletransportación
Pensar sobre la relación entre ciencia y ficción no es lo mismo que pensar sobre ciencia ficción. Son cosas distintas. Es decir, pueden ser la misma cosa o pueden ser cosas distintas. Acá, en el espacio que dure este texto, serán cosas distintas. Pienso, entonces, de qué modos la ciencia y la literatura se tocan, modos que sean modos distintos de los que plantea la ciencia ficción como género, amplio como es. Pienso, entonces, las formas en que una sensibilidad de tono científico puede entrar a la literatura, a la escritura. Porque la ciencia, como cualquier otra cosa del mundo, propone una sensibilidad determinada. Y es esa sensibilidad la que, por lo menos a mí, me interesa investigar dentro de la literatura y de la escritura. A veces le toca a la literatura, o al cine, o a la música, identificar en la ciencia esa sensibilidad, ese tono general que, pienso, quizás a veces le queda un poco perdido para sí misma, del mismo modo que, a veces, algo de la sensibilidad de la literatura queda perdido para la literatura misma. Es mirando desde afuera, a la distancia, que esas sensibilidades pueden ser más evidentes. O al menos es eso lo que me pasa a mí con la ciencia: funciona para mí como un centro de interés tanto temático como formal que despide un modo especial de sentir las cosas que pasan en el mundo. Y son esos modos los que me gusta trabajar desde lo que escribo.
¿Pero qué es eso de la sensibilidad que deviene de la ciencia? ¿De qué modo algo que ponga en relación ciencia y ficción puede ser distinto de algo que llamamos ciencia ficción? Eso, para mí, se hace muy claro cuando pienso, por ejemplo, en tres canciones. Uno. “Higgs Boson Blues”, de Nick Cave. El tema identifica un núcleo científico sensible y lo pone en juego, digamos, para abordar otras cosas del mundo, otras cosas de lo que les pasa a las personas. La incertidumbre, principio que desde Heisenberg en adelante queda establecido, no es exclusiva del ámbito de la física de partículas: es algo que nos toca de cerca. Who cares what the future brings, dice Cave. Un hecho que la física cuántica ha identificado también irradia para afuera, para otros ámbitos, y aparece también en una canción, por ejemplo. En ese sentido, Nick Cave identifica un centro científico que se le aparece como sensible, como emocional, como un punto que tiene algo que decir más allá de la mera constatación de la existencia de una nueva partícula subatómica. El año pasado me la pasé escuchando esa canción y llegué a una conclusión obvia: no hay ninguna otra canción para algo más chiquito que esta; esta es la canción para la cosa más chiquita que conocemos; no hay temas que sean para algo más mínimo. La conclusión es obvia pero no deja de parecerme un poco rica, en algún sentido, porque es esa la sensibilidad que detecta Nick Cave ahí: la sensibilidad de lo que es tan pequeño que no se puede ver, de lo que es tan pequeño que necesita de una estructura humana inmensa para llegar a detectar su presencia. Le sirve esto a la canción para trabajar los contrastes: lo volátil e inasible del bosón de Higgs, por un lado, y la carretera que lleva a Ginebra, por el otro; lo que no es posible terminar de aprehender, por un lado, y la constatación de una realidad sórdida, por el otro. Es también la sensibilidad de lo que va cambiando sin cambiar: Hannah Montana y Miley Cyrus, dice la canción. ¿Hay una que sea más natural que la otra? ¿Una de las dos está más cerca de una naturaleza? Es la sensibilidad de una naturaleza que se va perdiendo de tan chiquita. La naturaleza se hace tan chica y el artificio científico-tecnológico que se requiere para llegar a conocerla se desborda de grande.
Dos. Y esta es más vieja y más nacional. “Fax U”, de Charly García. La distancia y la cercanía y el movimiento y la bronca. La rapidez y lo lento. Son todos núcleos que, en la canción, irradian desde la figura tecnológica (hoy, retro-tecnológica) del fax. La inmediatez mediada por un aparato, las invenciones que acercan mediante una máquina. También el léxico tecnológico para el tono acusativo, fax u, no te quiero ver, no estás completamente inventada. Pero, sobre todo, la sensibilidad tecnológica de la que hablo, esa que el tema identifica, a mi gusto, y que extiende a otros ámbitos, queda demarcada en el arco que va del fax a la teletransportación; es la frase “adoro la teletransportación” la que termina de localizar esa sensibilidad: la localiza y, a la vez, también la crea. Con ese lema, porque para mí es un lema, la canción de Charly García postula una hipótesis que redobla el avance científico y que sobrepasa la tecnología: algo de enviar un fax se parece a la teletransportación. Algo de esa ciencia se parece a la ficción. Lo podemos actualizar: algo de enviar un mail, de hablar por skype o por whatsapp se parece a teletransportarse. En realidad, ocurre lo siguiente, que es mejor: la canción desafía a la tecnología a que supere la máquina. O, al revés, a partir de la identificación del fax la canción se da cuenta de que la teletransportación siempre existió, que la teletransportación es un hecho de la realidad: adoro la teletransportación, la adoro como un procedimiento existente, como parte de la naturaleza. Y, entonces, el hecho tecnológico queda anulado, incorporado al mundo. Más, mejor: la canción postula un estado en el que la tecnología ya no es artificial, en el que ya no implica máquinas de ningún tipo; un estado en el que la tecnología es natural. Eso es ficción. Y no es ciencia ficción. Si a la ciencia ficción le sacamos la propuesta de escenario futuro, si le sacamos las descripciones de los aparatos y de los mecanismos tecnológicos, si le sacamos incluso la trama, las historias, queda precisamente eso: un destilado de sensibilidad científico-tecnológica. Si a un fax le sacamos la carcasa, le sacamos también los cables, le terminamos sacando todo lo que constituye su máquina, queda, sola y hermosa, sí, soy un poco idealista y un poco platónica, qué le voy a hacer, queda entonces la idea de movimiento, la idea de velocidad, la idea de instante. La canción hace eso con el fax, le saca su materia artificial y lo deja intuirse a sí mismo en un estado en que el artificio ya no existe, en un estado en el que el artificio es natural. Eso es una ficción: un artificio natural. No un artificio naturalizado, no un artificio de naturalidad: no, nada de ese “como sí” que quería Kant para el arte. No. La ficción, me gusta pensar, es un artificio que busca ser realmente natural. La escritura, en ese sentido, es un proceso que va viendo de qué modo lograr que el artificio que es vaya acercándose cada vez más a una naturaleza propia. Sí, también soy romántica de Jena, de nuevo, qué se le va a hacer. Es que, en serio, no me parece para nada mal pensar que un libro es una cosa que puede parecerse a un árbol o a un animal. Tiene que esforzarse, no obstante, para llegar a esa naturaleza que puede ser. En el esfuerzo está la parte de artificio, y el texto termina siempre siendo esa tensión entre lo artificial y una naturaleza, definida como sea, como cada uno quiera.
Eso por un lado, en lo que a la identificación de una sensibilidad científica respecta. En literatura también ocurre. Bien cerca, está La comemadre de Roque Larraquy, donde lo que queda identificado es, sobre todo y más allá del tema científico, los procedimientos de una ciencia de fines del siglo XIX y principios del XX, su metodología, y las formas en que esa metodología, ella por sí sola, puede proponer una apertura hacia la ficción. O Cuaderno de Pripyat de Carlos Ríos, donde el paisaje de la devastación nuclear se replica en la estructura fragmentada, esquirlada, del libro. O Qué hacer, de Pablo Katchadjian, donde cada capítulo se presenta como una forma de investigación lógica de la variación lingüística. O el relato Un hombre de la Tierra va a volver a la Tierra, de Francisco Cascallares, donde los esquemas de conquista y de estudio sociológico, pero también los ideales del desierto, se replican en Marte, y donde las búsquedas de la literatura se reflejan raras en el espejo de una literatura marciana que hace juegos de sistemas con la lengua. Y ahí está la cosa: me gusta pensar, para lo que escribo, que la literatura no sólo puede tomar temas de la ciencia, sino que puede también tomar formas, tomar sus métodos. La ciencia y la literatura comparten una cosa: les gusta investigarse a sí mismas. Les gusta pensarse para adentro, darle vueltas a sus sistemas, ahondar en todas las combinaciones posibles de sus formantes. Por eso la relación que tienen no es sólo temática; es profundamente formal: ambas son un embudo para sí mismas.
Entonces la pregunta por la relación entre ciencia y literatura es una pregunta con dos formantes, tal como yo la pienso. Formante uno: una forma, una estructura, un procedimiento. Formante dos, una sensibilidad. Para el formante uno, tiendo a creer que ocurre con los procedimientos lo que ocurre con los temas: no son tantos como creeríamos; son más que los temas, pienso, pero tienden a la repetición. Los procedimientos de la literatura no son tan distintos de los de la ciencia; por supuesto que son más inciertos y que no están reglados y que no hay fórmulas que comprobar. Pero, si lo pienso bien, ese “por supuesto”, al menos para lo que yo escribo y cuando yo escribo, se me hace más y más dudoso. Digo: cada texto que uno escribe postula para sí mismo sus leyes, y las tiene que cumplir, o no cumplirlas a sabiendas. Cada libro tiene su ritmo y sus modos de avanzar y sus hipótesis y sus líneas de trabajo y las tiene que cumplir para terminarse. Cada texto se corrige y se contrasta consigo mismo y con un criterio externo e interno. En fin, que no me parece que los métodos sean, al fin y al cabo, tan distintos entre la ciencia y la literatura. Son cosas humanas, después de todo, las dos, por qué habrían de ser tan distintas. Se puede leer literatura de un modo científico: el estructuralismo no es otra cosa. Y se puede leer ciencia de un modo literario: la ciencia ficción hace eso. El modo de lectura cruza las prácticas, entonces, también. Lo mismo pasa con la escritura: se puede escribir con algo de la ciencia haciendo de foco difuso, un foco de luz tenue que, más que dictar sus contenidos, esté ahí para ejercer alguna especie de influencia sensible sobre la forma.
Formante dos: una sensibilidad. Se trata de tomar distancia y sentir qué de lo que llamamos ciencia engloba un modo de sentir. A mí me pasa, por ejemplo, con el concepto de libertad asintótica: la idea básica es que la unión de dos partículas es más fuerte cuanto más distantes estén entre sí; si se acercan, la unión se hace más débil. Me parece un concepto sumamente triste. Y eso busco: poder decir que un concepto es triste. O triste y dulce a la vez. Me pasa también con la imagen de una nave que va atravesando el sistema solar, con la idea de exploración del espacio: son imágenes de soledad y, a la vez, de rutina. Y, en última instancia, de mucho desasosiego, de mucho final. Eso está muy claro, también, en otra canción, la última. Tres, entonces: “Every planet we reach is dead”, de Gorillaz: de qué modo la imagen espacial que sólo postula el título puede servir tan bien para hablar sobre una relación de amor es una pregunta que la canción responde cabalmente. Las imágenes y los conceptos de la ciencia y de la tecnología están disponibles para pensar o escribir sobre otras cosas. Y quizás sea esa aparente gran distancia entre algo como el amor y algo como la exploración planetaria lo que permite, justamente, que se ayuden mutuamente para pensarse. Es que hay una emoción en esas definiciones y en esas imágenes, no son fórmulas secas, duras. Idea y emoción están juntas en ese pequeño punto. Y ese es el punto en que una ficción puede surgir y empezar a buscar la mejor naturaleza para su artificio.
Yamila Bêgné nació en Buenos Aires, en 1983. Es licenciada en Letras por la UBA. Publicó relatos en distintas revistas digitales, entre ellas El interpretador, e integró la antología Una terraza propia. Nuevas narradoras argentinas (Norma, 2006). Protocolos naturales es su primer libro publicado (Metalúcida, 2014).
Yamila Bêgné partició del II Festival Espacio Enjambre.