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Diario de exploración: Efímera


En un bello texto compilado en el libro Yo también soy, Bajtín sostiene que la existencia es, sobre todo, una profunda comunicación. “Ningún acontecer humano se desenvuelve ni encuentra solución dentro de los límites de una sola conciencia”. El ego aparece como una geografía desplazada, fronteriza, en el límite con la alteridad general del mundo: la materia, el cuerpo propio, otros cuerpos. Sin un paisaje interno del yo, no habría una interioridad sino una exotopía donde nos enlazamos unos con otros como anunciaba el lituano Lévinas y tantos otros que pusieron en duda la supremacía del “yo soy” –con todas sus extremas consecuencias culturales y políticas– durante el siglo pasado.

¿Ser quiere decir comunicarse?

Si tuviera que clasificar al mundo de los humanos según sus capacidades comunicativas, lo dividiría en dos. Aquellos seres rebosantes de contenido y expresión: artistas, creadores, mentes brillantes; también místicos, mártires, luchadores, en mayor o menor grado seres excepcionales que se expresan en el silencio, en la creación, o en los hechos. Luego, todos los demás: seres comunes y corrientes de escaso contenido y escasa expresión conectados sustancialmente con elementos mínimos, fugaces.

Hacia el primer grupo dirijo mi admiración completa. Reconozco que allí está la fuerza que anuda y empuja las construcciones de nuestra humanidad, las grandes creaciones, los grandes sacrificios, los grandes inventos, pero ahora me preocupa concretamente el segundo, mi grupo de pertenencia.

Inmenso y variado, lo veo repleto de matices y subgrupos entre los cuales noto uno en particular. Incluye a un tipo de persona bien educada, incluso sobre-educada, cuya mente llega a comprender que “el algo es la primera negación de la negación, como simple relación consigo misma, existente” pensamiento que se dispersa en el instante en que surge el dilema sobre el cuero de un zapato nuevo, el precio de la comida del perro o el riego de una planta: ¿aspersión o directo? Invierte horas combinando y recombinando, justamente, las horas: traslados de hijos, idas y vueltas, almuerzos, reuniones, visitas médicas. No es inmune a la belleza material del mundo. Un buen vestido puede producirle un pequeño éxtasis. También una larga caminata. Su relación con el deseo, ese otro gran estandarte de occidente que tan bien definió Platón, es bastante difusa, más acuática que volcánica, de hecho, esta clase de persona vive lejos de los fuegos mucho más emparentada con el aire, el viento, y dada a elegir una frase como lema de un avatar, no dudaría en usar la que Diógenes Laercio puso en boca de Empédocles: “Muchacho fui, y muchacha, en otro tiempo; fui planta; ave también, fui pez marino”.

Es la clase de persona que por la mañana se escandaliza (en el más profundo sentido del escándalo bíblico) ante la imagen de Aylan, el niño ahogado en las playas de Turquía y por la noche, con la resonancia empática apaciguada, y si la persona es mujer, se maquilla los labios para salir a tomar un café con amigas en donde va a sostener, por unos minutos, una conversación sobre los refugiados. Quizás algún día haga algo aunque lo más probable es que no.

Aún así, tiene una vaga relación con lo que percibe como un misterio y cuando llegue a su casa y encienda el arácnido tejido virtual de facebook, donde nos comunicamos en una única aunque falsa voz colectiva (a nadie le importa ya discernir lo verdadero de lo falso dado que aprendimos que todo es ficción), va a postear la cita del evangelio de Marcos “El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado” –su opinión personal sobre el drama europeo– para comprobar después de dos o tres me gusta y un comentario, como el apoteótico “ser es comunicarse” se desvanece en la bruma difusa de lo general y sin nada mejor que decir ni qué pensar va a apagar la computadora.

Es el tipo de persona que al leer la frase “La muerte absoluta (el no ser) es permanecer sin ser escuchado, sin ser reconocido, sin ser recordado” del libro ya citado, va a sentir a través de una retracción en el pecho la ligera presencia de lo intransferible.

Pero lo sabe muy bien, eso intransferible no es algo que tiene ahí guardado esperando salir o emerger al ritmo de un pez nadando en lo más profundo del mar sino un movimiento anímico o mental, por decirlo de algún modo, de introversión, que identifica con un nervio o un músculo que al retraerse hace retumbar las paredes del cuerpo, su solitario ego. Una mano que en vez de abrirse, se cierra. Simplemente esto: movimiento sin contenido. Efímera existencia.

1-Mijaíl Bajtín, Yo también soy, Ediciones Godot, 2015.

*Foto de la obra Bodies of light de Bill Viola

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