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Diario de exploración: La materia es el vuelco hacia el lenguaje


Cuando se acerca la adolescencia uno solo expone a otros quien es en el afuera. Está la belleza, la audacia de los gestos, la piel tersa con sus junturas precarias en los codos y las rodillas, está el desparpajo del movimiento, y las veces en que nos desplazamos frente a los ojos del otro como si ese campo de visión fuera el círculo en el que nos conviene estar. El afuera es lo único que tenemos, y con eso seducimos al mundo.

A medida que vamos atravesando esta época de la vida, crece un doblez en nosotros mismos. Una sensación nueva, un pensamiento extraño. Nos ataca algo que no viene del exterior: ya no somos lo que éramos, pero solo nosotros lo notamos. El afuera, razón por la cual ellos daban cuenta de nuestra existencia, permanece aunque sepamos que nada sigue igual. Y como una enfermedad asintomática, surge una fractura: el reconocimiento de un territorio en el que uno está pero no es, una especie del adentro.

Esta fractura se parece al advenimiento de una desgracia, porque instala –quizá por primera vez- la consciencia de la soledad. Con el tiempo, el recorrido por esa fisura que nos abre a la filtración de nuevas substancias, será una suerte de impedimento (y liberación) al encastre.

Esa frase tan cómica de Clarise Lispector “si yo fuera yo sabría adonde dejé las llaves” es la oración de una mujer entrenada en el desconocimiento de sí. La mujer que se ríe de su propia incertidumbre. A mis 18 años no había nada de gracioso en ese descubrimiento. El hilado de mis reflexiones avanzaba con la siguiente lógica: existe un pliegue en lo que los otros ven de mí, hay un adentro en donde estoy sola, podría pasar lo que fuere ahí porque nadie custodia, tengo acceso a una intimidad, es la autonomía de la que tanto me hablaron, pero la libertad es como el infinito, agotadora.

Empecé a observar a los demás. Es fascinante ver cómo a los seres humanos les toca zanjar esta dimensión solitaria. Todos están haciendo una traducción de sí mismos, antes de que yo lo descubriera, ya estaban ahí, algunas alteraciones en el habla o impedimentos en la respiración, incluso mínimos espasmos del cuerpo: marcas que se imprimen sobre nuestra manera común de hacer, decir y pensar las cosas (porque la igualdad es una pretensión que falla). Todos, a su manera, estaban elaborando lo intransferible.

Por fortuna llegó a mí esta expresión: “lo intransferible”. Vino como esas palabras que se cuelan entre definiciones y prefijos para salvarnos de alguna vulnerabilidad. Yo estaba acostumbrada a que cuando vivía una situación especial, me ponía a pensar en cómo la iba a contar después. Hasta que aparecieron esas emociones no identificables, ni socialmente alentadoras, que desafiaban mi deseo y mi habilidad para transmitir mi experiencia.

Así arrancó mi larga pregunta sobre el lenguaje, que en última instancia, es una pregunta por la existencia. La palabra no era una transferencia completa, y no sólo eso, sino que había afecciones que sólo se mantenían con vida en el silencio.

Pero estaba convencida de que había más opciones a esta lógica binaria. Lo solitario en nosotros no es reductible, pero existía la posibilidad de crear una lengua –que se montara, inevitablemente, de forma resistente contra la lengua común, ya que esta solo comunica lo común a todos y para nada lo singular. Y lo que deseamos decir está en otro parte, no precisamente en las palabras. Encontrar la estrategia o la poesía para transferirnos al afuera (como si hubiera un adentro en el que residiéramos, y digo “hubiera” porque ni siquiera sabemos si en verdad hay tal divisoria) es un lenguaje en sí mismo. Una lengua inhallable, inclasificable, cuyo origen está en los primeros roces con la materia, y que si no se instala en el mundo nos calla.

Yo tengo la fe en que el origen de cualquier lengua (los idiomas y las poéticas) está en la relación entre superficies. Desde que somos algo en contacto con otra cosa, existe la urgencia de puentes. Siempre aparecen términos referidos a la arquitectura cuando se entra en esta problemática. A veces pienso que el lenguaje y la libertad son indisociables, y están anclados a nociones de espacio, por eso allanamos nuestro territorio, es una manera física de entender la vida de otros tipos de espacios. Toda liberación es territorial, todo lenguaje es el límite entre un adentro y un afuera.

Si fuésemos éter o una especie de ser inteligible, no habría lengua porque no existiría la diferencia, el borde. La comunicación tiene su origen en la materia, porque exige un puente que conecte elementos dispares. El problema es que la lengua de todos nace para unir lo diferente a lo parecido. Y en ese traspaso, el lenguaje de los conceptos–por sí solo- aparta lo que no puede ser decodificado por la mayoría. Y ahí nace la necesidad singular de quebrar ese código común para darle lugar a nuestro balbuceo. No basta con un idioma, no es suficiente. Necesitamos atravesar lo intransferible: aceptar que hay una zona que siempre quedará en el silencio, pero también, como cartógrafos de una intensidad, tendremos la posibilidad de transferir nuestro centro hacia la periferia.

Se habla de que estamos solos cuando nacemos y morimos, pero la verdad es que estamos bien solos en la construcción de este método de comunicación personal. Y tenemos que hacerlo, no queda otra, es parte de la supervivencia.

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