La palabra extraña
Un nene quiere saber qué es el tiempo y resuelve abrir un reloj despertador. Desea investigar dónde está, qué es, cómo está hecho, qué mecanismos lo ponen en movimiento. Esta ocurrencia, una de las tantas con la que Barthes se narra en “Fragmentos de un discurso amoroso”, tiene algo de comicidad por lo ingenuo del acto, pero quizá podamos reconocer en ella un ápice de sabiduría: para saber acerca de lo inefable ¿qué mejor que desmontar y volver a armar el artificio que lo presenta?
Con la misma pasión y el mismo candor podríamos preguntarnos: ¿qué es el lenguaje? ¿Dónde podemos encontrarlo? ¿Está en eso que producimos como sentido? ¿Está en aquello que callamos? ¿O está simplemente en el borde que separa unas imperfectas letras del continuum de la página, en esos inocentes límites que dibujan la posibilidad de enunciar?
A través de los años nos adecuamos a la comprensión general del lenguaje y de la escritura, en sus sentidos más o menos convenidos. Pero si nos remitimos a aquél tiempo brumoso y originario -antes de que nos separemos de quienes nos trajeron al mundo- podemos rastrear en los primeros meses de vida un vínculo con el lenguaje como cuerpo; un encuentro real y contingente, en donde se juega lo que nos es común, es decir nuestras diferencias y no las exactitudes a las que luego nos convoca el diccionario.
Uno podría intentar imaginar ese encuentro no desde el uso de las palabras, ni de su instrumentalización (que es pretender de cada mensaje una narración entendible, que tenga su correlato identitario en la realidad), sino como un encuentro poético, en donde el logos esté pendiente de la aisthesis. Podríamos pensar esos momentos repletos de densa materia: las palabras, pesadas, arrastrándose para salir de nuestra garganta; los vocablos, antes de ser enunciados, escapando como una estopa de nuestras bocas, cortados por los dientes. Las vocales, pegoteadas a consonantes con fuerzas versátiles, enfáticas en sus tránsitos, empujando sonidos incomprensibles, sibilinos. No se atraviesa esa experiencia sin dolor, quizás para tratar de decir algo y animarse a no decir todo (que es lo mismo que no decir nada). Se pasa por esa experiencia porque en el otro encontramos ese lugar abierto que nos abre.
Nuestras primeras escrituras son límites garabateados por crayones, que surcan las hojas con el mismo capricho con el que los pájaros rayan el cielo. En ese campo abierto, sin función, se subvierten márgenes, se rodean ojalillos, se experimenta en toda la superficie de la página. No hay especulaciones, ni órdenes, ni porqués, tampoco hay tabulaciones de colores permitidos (después tendremos que escribir en negro o azul oscuro).
Cuando llegamos a la escuela construimos grafemas saturados de palotes y curvas imperfectas, acompañados por ductus inexactos. La presión sobre la hoja es disímil, errática, pero basta para que puedan emerger con orgullo esas letras casuales, desobedientes, forajidas, que esbozan una escritura silvestre. El método y la ley llevan esos grafismos a un espacio más comprensible y menos combustible, en donde la capa de la superficie se vitrifica y se invisibiliza para habilitar el acceso sin traumas al significado. El verbo escribir se desliza entonces desde un espacio multidireccional y atópico a la grilla del orden ortogonal, a las reglas pactadas y a la gramática permitida.
Con el paso de los años, la subdivisión espacial entre palabras se vuelve más precisa: se respeta el margen, la puntuación es más acertada; la letra más legible y recortada ayuda a la transparencia del enunciado, a la expresión del sentido. Hace un tiempo, cierta caligrafía y los manuales de leyes gramaticales tabicaban las desobediencias subjetivas para tenerlas bajo control; hoy directamente el patrón de buena legibilidad y sintaxis está estipulado y garantizado por los subrayados en rojo de los procesadores de texto: se puede escribir mal sólo a cambio de desoír las sugerencias ortográficas que marcan las alertas del software. Las cosas han cambiado tanto que algunos órdenes inclusive se han invertido: la caligrafía en estos días es cosa de pocos que eligen practicarla, algo que habla más de un deseo que de un mandato a seguir.
No vamos acá a ponernos nostálgicos, a sobrevalorar aquellos momentos míticos de la infancia o los inicios de escrituras pre-verbales que sabemos incoherentes; tampoco sería lúcido aplaudir los derrapes ortográficos que -aún con los correctores- siempre producimos. Pero sí podríamos abordar el lenguaje (o dejarnos atravesar por su cuerpo) desde un lugar diferente, intentando reencontrar lo más superficial y extenso que hay en él. Para ello, tal vez tendríamos que transformarnos en el impertinente niño Barthesiano; no ir en busca del significado de las cosas, sino quedarnos en el simple extrañamiento de cómo son las palabras, los bordes de los caracteres, los ornamentos de sus ligaduras, los cajones de textos, el armado de oraciones, la forma de cada intersticio: intentar ver en ello su rareza.
Siguiendo esa inercia, podríamos intentar caminar en una dirección contraria al sentido común: evitar que el texto sea algo para “devorar” (para leerlo sin cortes) y pensar qué pasaría si en cambio nos encontráramos con escritos que sean “intragables”, en los que la imposibilidad de la lectura sea tal que los textos se transformen en objetos sin lección precisa; a veces amables, a veces siniestros, ríos de tinta, papel, carne, piel, huesos.
Tendríamos que volver a registrar para ello algo que las palabras siempre llevan consigo pero que en lo cotidiano nos empeñamos en derribar: el ruido propio de su materia, el núcleo ajeno y descentrado que se muestra en su máscara. Cuando eso es posible, los intersticios dejan de estar vacíos para ser protagónicos, la puntuación brilla por su ausencia pero es donada como responsabilidad al lector, la trama del texto recupera su opacidad y tiene la posibilidad de volverse cosa. Irónicamente, cuando la escritura se vuelve extraña es cuando podemos reencontrarnos en su intimidad; en el momento en que esos objetos llamados palabras se enajenan despunta un instante en el cual se interrumpe el flujo continuo de la lectura y emerge igual que un tajo que nos interpela como mirada. La forma de las letras, incómodas para su comprensión, retienen la percepción en la frontera de lo visible y lo verbal, demoran la interpretación en el umbral dibujado entre el goce de la pérdida y el placer del reencuentro, en un juego que ralentiza a las palabras en el límite de lo ilegible, en la promesa de una revelación que siempre queda postergada.
Si nos acercamos a la materialidad del texto, las letras comienzan a tener espesor, las palabras viscosidad, el texto volumen. No importa ya qué es lo que significan sino qué lugar ocupan en el espacio, cómo son sus figuras, sus astas, panzas, sus ascendentes y descendentes, sus lágrimas, ganchos, cruces, pies, ojos, bucles, a qué familia pertenecen, qué cuerpo tienen. La substancia de las letras se vuelve pringosa, torpe, refractaria, abismal en su superficie, advertida, incompleta. Placenteras o angustiantes, las palabras (y las que hacen falta) pueden dejar de ser vehículos para convertirse en amantes de la escritura, transfigurarla en cuerpo erótico, en un objeto que cause el deseo, que amplíe el horizonte del mundo y que arriesgue, sin excusas ni garantías, los límites de su propia matriz.
¿Podemos repensar nuestra relación con la escritura desde esa perspectiva? ¿Es posible considerar también la relación con el otro desde esa óptica? ¿Actúa la grafía como un filtro ideológico, invisible en la inmediatez pero concreto en sus efectos de sentido? ¿Es admisible que el juicio sobre la verdad o falsedad acerca de un escrito dependan más de un tipo de letra que de lo que en el texto se expresa? ¿Es ocioso sospechar que el malentendido o la convergencia entre emisor y destinatario tiene más que ver con la materialidad y la música de las palabras que con el contenido del mensaje? ¿No es el sujeto, a fin de cuentas, la constante búsqueda para dar con una letra propia? ¿No somos, acaso, la reescritura contingente e inconclusa de nuestro deseo más profundo, surgido de una letra informe?
La respuesta a la pregunta por el lenguaje tal vez esté en su misma superficie, en la intrincada trama de sus formas, en la corteza de su apariencia. Podemos acercarnos a ella a través de las artes, de la poesía, de la música, de la filosofía, del psicoanálisis. Pero ir en su búsqueda no da como resultado una ganancia; por el contrario, en ese camino quizás debamos aceptar perder. Por lo menos perder un poco el sentido y el tiempo, como lo hacía aquél nene que citaba Barthes, cuando desarmaba el reloj para ver si podía encontrar lo imposible de las horas en algunos de sus ínfimos engranajes.
Pablo Lehmann vive y trabaja en Buenos Aires. Se graduó como profesor en la Escuela Nacional de Bellas Artes P. Pueyrredón (1997) y como Licenciado en Artes Visuales en el IUNA (2006); y se ha desempeñado como profesor en el Instituto Universitario Nacional del Arte. Ha expuesto colectiva e individualmente en Argentina, Colombia, Chile, Estados Unidos, Holanda y España. Obtuvo el Gran Pemio Salón Nacional – Textil (2008) y 2do Premio Salón Nacional de artes visuales – Textil (2007).
Pablo Lehmann ha coordinado talleres en Espacio Enjambre y participado del I Festival Espacio Enjambre.