Fragmentos de cómo se va a componer el mundo V
El primer mensaje telegráfico de la historia: What hath God wrought?
El 24 de mayo de 1844, después de que la primer línea experimental del telégrafo Morse, que iba de Washington a Baltimore, fuera construida, Samuel Morse hizo la primera demostración pública de su invento enviando un mensaje de la Cámara de la Corte Suprema en el Capitolio de EE.UU. en Washington DC al ferrocarril de B & O en Baltimore. La primera frase transmitida por esta instalación fue «What hath God wrought?» (“¿Qué nos ha traído Dios?”), cita que pertenece al capítulo 23, versículo 23 del Libro de los Números del Antiguo Testamento.
La metáfora como un mensaje cifrado o un apoyo del habla
(Escena de un diálogo de "Breaking and Entering" (2006), un film de Anthony Minghella)
Liv -Pensé que irías.
Will -No puedo… Dormí con ella… Ya fue bastante duro decirte eso anoche. Es bastante malo sin haberlo dicho en público. Ir sería lastimarte dos veces.
Liv -Cuando estás así de lastimada, no pueden herirte doble… Ayer te miraba y pensaba hace cuánto tiempo que no lo hacía.
Will -Ni siquiera sé cómo ser honesto. Quizás por eso me gustan las metáforas. Porque lo que quiero decir es que hay un círculo tuyo y de Bea, y yo no estoy en él… Pero eso es sólo para justificarme, porque hay una parte de mí tan oscura que ve ese círculo como una jaula.
La primera grabación de una voz humana
Un equipo logró tener acceso a las grabaciones del fonoautógrafo de Leon Scott, que estaban guardadas en la oficina de patentes de la Académie des Sciences francesa. Escanearon el papel en relieve, con un sofisticado programa de computación desarrollado años antes por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Las ondas del papel fueron traducidas por una computadora a sonidos audibles y reconocibles. Uno de ellos, creado el 9 de abril de 1860, resultó ser una grabación de 10 segundos (de muy baja fidelidad pero reconocible), de alguien cantando la canción popular francesa Au Clair de la Lune.
El pensamiento de los mudos
CONFIDENCIA
Las palabras son una cosa rara para mí desde la infancia. Digo cosa rara por lo que tuvieron de extraño al principio.
¿Qué querían decir aquellos gestos de la gente que había a mi alrededor, con sus bocas en forma de círculo, o estiradas en muecas diferentes, con los labios en posiciones curiosas? Yo «notaba» alguna cosa distinta cuando se trataba de cólera, de tristeza o de contento, pero el muro invisible que me separaba de los sonidos correspondientes a dicha mímica era a la vez de vidrio transparente y de cemento. Me agitaba a un lado de ese muro, y los demás hacían lo mismo al otro lado. Cuando intentaba reproducir sus gestos como un monito, no eran palabras, sino letras visuales. A veces me enseñaban una palabra o una sílaba o dos sílabas que se parecían, como «papá», «mamá», «tata».
Los conceptos más sencillos eran aún más misteriosos. Ayer, mañana, hoy. Mi cerebro funcionaba en el presente. ¿Qué significaban el pasado y el futuro?
Cuando comprendí, con ayuda de los signos, que el ayer estaba detrás de mí y el mañana delante de mí, di un salto fantástico. Un progreso inmenso, que difícilmente pueden imaginar los que oyen, habituados como están a oír desde la cuna las palabras y los conceptos repetidos incansablemente, sin ni siquiera darse cuenta.
Después comprendí que otras palabras designaban a las personas. Emmanuelle era yo. Papá era él. Mamá era ella. Marie era mi hermana. Yo era Emmanuelle, yo existía, tenía una definición y, por lo tanto, una existencia.
Ser alguien, comprender que se está vivo. A partir de ahí pude decir «YO». Antes decía «ELLA» al hablar de mí. Yo buscaba el lugar en el que me encontraba en este mundo, quién era y por qué. Y me encontré. Me llamo Emmanuelle Laborit.
Enseguida pude analizar poco a poco la correspondencia entre los actos y las palabras que los describían, entre las personas y sus acciones. De repente, el mundo me perteneció y yo formé parte de él.
Tenía siete años. Acababa de nacer y de crecer a la vez, de golpe.
Sentía tanta hambre y tanta sed de aprender, de conocer, de comprender el mundo, que después ya no he dejado de tenerlas. Aprendí a leer y escribir la lengua francesa. Me convertí en una charlatana, curiosa de todo, expresándome en otra lengua como una extranjera bilingüe. Pasé el bachillerato, como casi todo el mundo. Y tuve más miedo al escrito que al oral. Eso puede parecer curioso para un ser que tiene dificultad en oralizar las palabras, pero escribir sigue siendo un ejercicio difícil.
Cuando decidí escribir este libro, algunas personas me dijeron:
—No lo conseguirás.
¡Oh, sí! Cuando decido hacer alguna cosa, llego hasta el final. Yo quería llegar. Había decidido llegar. Emprendí mi pequeña obra personal con la obstinación que me es propia desde siempre.
Otras personas, más curiosas, preguntaron cómo iba a hacerlo. ¿Escribir yo? ¿Explicar lo que quería escribir a uno que oyera, el cual traduciría mis signos? Hice las dos cosas. Cada palabra escrita y cada signo de palabra se encontraron hermanados. En unas ocasiones se acoplaban mejor que en otras.
Mi francés es un poco escolar, como una lengua extranjera aprendida, desgajada de su cultura. Mi lenguaje de signos es mi verdadera cultura. El francés tiene el mérito de describir objetivamente lo que quiero explicar. El signo, esa danza de palabras en el espacio, es mi sensibilidad, mi poesía, mi yo íntimo, mi verdadero estilo. Los dos mezclados me han permitido escribir este relato de mi vida de joven en algunas páginas; de ayer, cuando me encontraba detrás de este muro de cemento transparente, a hoy, cuando lo he franqueado. Un libro es un testimonio importante. Un libro va por todas partes, pasa de mano en mano, de espíritu en espíritu, para dejar un rastro. Un libro es una manera de comunicarse que raramente es dada a los sordos. En Francia tendré el privilegio de ser la primera, tal como fui la primera actriz sorda que recibió el Molière de teatro.
Este libro es un regalo de la vida. Me va a permitir decir lo que he callado siempre, tanto a los sordos como a los que oyen. Es un mensaje, un compromiso en el combate por el lenguaje de los signos, que separa todavía a muchas personas. En él utilizo la lengua de los que oyen, mi segunda lengua, para expresar mi certeza absoluta de que el lenguaje de los signos es nuestra primera lengua, la nuestra, la que nos permite ser seres humanos «comunicantes». Para decir también que los sordos no deben rechazar nada, que pueden ser utilizadas todas las lenguas, sin gueto ni ostracismo, a fin de acceder a la VIDA.
(Primer capítulo de la autobiografía de Emmanuelle Laborit, El grito de la gaviota (Seix Barral, 1995).
La morfología del sonido
La cimática (del griego kyma, κῦμα, "ola") es la ciencia que estudia los fenómenos modales, es decir, la que se centra en los efectos periódicos que el sonido y la vibración tienen sobre la materia. En los experimentos de cimática, se hace vibrar la superficie de una placa, un diafragma o una membrana, y aparecen desplazamientos sobre una cobertura delgada de partículas, pasta o líquido. En el medio elegido aparecen diferentes patrones según la geometría de la placa y la frecuencia de la vibración. El aparato empleado para el estudio puede ser simple, como un cuenco tibetano, o complejo como el CymaScope, un instrumento de laboratorio que hace visible las geometrías inherentes dentro del sonido y la música.
El término fue acuñado por Hans Jenny (1904-1972), un médico e investigador suizo pionero en este campo y seguidor de la escuela filosófica conocida como antroposofía. Uno de los primeros en registrar que un cuerpo oscilante desplegaba patrones regulares fue Galileo Galilei en 1632.