Los puentes que atraviesas te alegran
¿Acaso, la palabra, no es un encuentro? Un encuentro, pienso, es el salto que se da justo antes de que el puente se construya. Esa felicidad instantánea y fugitiva ocurre entre el salto y el puente. Porque el salto crea el puente y la felicidad es su gesto.
Antes o después del encuentro la felicidad orbita; orbita en esa zona sin tiempo ni espacio, donde no se existe y sin embargo se es; allí hay una presencia intensa, algo que no queda ni afuera ni adentro de la escena y de manera repetida e insistente -como todo aquello que no se inscribe o no se representa- busca una y otra vez dar con la voz y aun con la palabra. Porque pareciera que la felicidad es sin lenguaje.
Antes del lenguaje, esa forma del pasado nunca pasado, del pasado ya no vivido, del pasado que está por venir, hace espesura cuando el presente ha movido su punto de encaje y no aloja las reliquias inconclusas de otro tiempo -tiempo que late y chirría su presencia bajo leyes en desuso; esa hechura es una materia impedida; una materia truncada en su movimiento hacia nosotros.
Espesa materia que merodea de manera silenciosa nos circunda bisbea con su lengua perdida ensordece con su lengua muerta destella con una no nacida.
Esta sonoridad recuerda que somos extranjeros en nuestra lengua o como nos guiñara Macedonio Fernández somos los siempre recienvenidos a la lengua.
Hay quien dice que la tristeza es hija de la impotencia (Deleuze citando a Spinoza) y hay quien agrega que la impotencia es el dolor de entrar en el lenguaje, como quien abandona una magia anterior, un modo de la existencia cuya textura y materia tiene la forma de una felicidad que luego nos orbita como un recordatorio extremo de haber sido otros. Estos “quienes” que aquí dialogan consideran que la felicidad es huidiza no tanto porque no se deje atrapar sino porque no se puede decir, porque la traducción que hacemos de ella en nuestras ansiosas y crispadas lenguas resulta desbordada, y cada vez que se la nombra se la desordena, y finalmente se la descompone.
La felicidad no está en la otra orilla, ni en la otra punta, punta de la lengua, borde mágico donde la cosa nunca muerta es bañada por el mar de la palabra o por un poquito de saliva.
La lengua es melancólica. Tiene un corazón que añora la magia intuida o abandonada.
Pienso la obra de Robert Walser, allí el objeto se desentiende del nombre, se suelta. La arquitectura de sus textos no se compone en la relación acomodada y funcional del idioma sino que los objetos andan por un lado y la letra pasea por otro. En esas caminatas por el pensamiento (Gedankenspaziergänge) donde palabras y objetos van destejiéndose - y destejidos van- ocurre el rarísimo y estuporoso cruce de sus derivas que irrumpe como experiencia de lenguaje en el lector. Cruce no es encuentro de objeto y palabra, sino la evidencia de la imposible relación. Un salto inexorable.
El lenguaje se revuelve en la melancolía y R. Walser padece la afección. Es la lengua lo que le duele, aquí nos dice: ¿Qué voy a hacer con los sentimientos sino dejarlos agitarse y morir cual peces en la arena del lenguaje? Acabaré conmigo en cuanto termine de escribir poesía, y eso me alegra. (Poeta, 1900)
La lengua se construye entre ombligos, la vasta red de la lengua se anuda (se ombliga) para crear su trama. Cada nudo atesora y descompone la cosa; en la trama se circula, hablamos de amor y nos miramos compuestos al espejo, pero en los ombligos la experiencia propone la vacilación, la ruptura de sistemas identitarios, el sinsentido, el estallido y finalmente aquello que podría conectar con lo no conocido y aun con lo que no se reconoce, con lo otro, lo nunca-Yo recordado. Porque así concebía Freud la estructura de los sueños: “Aun en los sueños mejor interpretados es preciso a menudo dejar un lugar en sombras, porque en la interpretación se observa que de ahí arranca una madeja de pensamientos oníricos que no se dejan desenredar, pero que tampoco han hecho otras contribuciones al contenido del sueño. Entonces ese es el ombligo del sueño, el lugar en que él se asienta en lo no conocido. Los pensamientos oníricos con que nos topamos a raíz de la interpretación tienen que permanecer sin clausura alguna y desbordar en todas las direcciones dentro de la enmarañada red de nuestro mundo de pensamientos. Y desde un lugar más espeso de ese tejido se eleva luego el deseo del sueño como el hongo de su micelio.”
¿Entre la lengua y la oniria habrá diferencia? Pero ¿qué es lo que que hace puente? lo otro anudado al lenguaje que (le) habita –habitándonos.
Hay algo otro que se anuda al lenguaje, como una lengua extranjera indecible que se ha enredado desde siempre en el corazón de la palabra, por eso decimos que ese corazón silente y rebasado de extranjería nos habita. Algo en la lengua nos hace intuir que hemos sido otros, hemos tenido otra experiencia cuando hablar no era, acaso, aun, el modo de estar precipitados en el mundo, entre afectos, objetos, seres, artefactos, animales y humanos. De esa experiencia de extranjería hace traducción parcial no solo el sueño sino -al menos- dos afecciones mundanas: La angustia y Lo siniestro.
Frente al objeto -cara a cara- son los fantasmas los que acuden a socorrernos. Frente al objeto –acaso- sin la fantasmagoría necesaria, el lenguaje podría pulverizarse, arrojarnos al silencio de lo inmóvil. El silencio de lo inmóvil no es la muerte. Frente a la experiencia clínica (-no filosófica) de lo inmóvil, la muerte resuena como puerto de salvación (tal vez todo suicida realizado estuviese de acuerdo).
Otra forma del objeto podría ser el rostro de dios. Pero el Rostro siempre se niega, no es dado a la vista; el punto aquí es lo inmóvil. Y esta es la anécdota:
En la nieve V busca capturar el movimiento pero el movimiento es un sacudón, un cimbronazo, no hay foto que lo resista, la experiencia deshará la imagen tal como la nieve cuando se vuelva agua, entonces V irá con esas manos que nunca reconoce propias a hundirlas moradas y enamoradas ante la mata de flores. En cuclillas bajo la nieve, el silencio es puro movimiento y la subyuga, la somete, la resta del paisaje; pero ¿es el silencio lo que la somete?, ¿es el silencio lo que la resta del paisaje? Ese callar de sí es soportable porque está hecho de nieve que cae y levita y despierta una emoción que abre su tiempo al tiempo de los otros, tránsito que va de la soledad al misterio; allí resuena Sarduy: “la nieve crea un silencio particular, una calidad única de silencio, como una textura del vacío” luego, la quietud podría ser horrible, (es el movimiento lo que nos salva, un silencio así siempre protege), pero un silencio inmóvil, sostenido día tras día, idéntico a sí mismo, podría ser imposible salvo cuando se torna insoportable. V quiere tomar esa foto, la que indica que la repetición del silencio en un punto es factible, que cierta repetición fagocita las diferencias, que algunos saben muy bien cómo invisibilizar el resto, cómo forcluirlo o exterminarlo de una forma masiva; esa es la foto que no da tregua, la que ahoga el pliegue y aplana la textura, esa es la foto que algunos tienen incrustada en la piel como un tatuaje del espanto que sólo el tiempo en la vejez de los cuerpos apenas estira o aja en alguna arruga.
* El título es una cita de Robert Walser.
Vanesa Guerra nació en Buenos Aires en 1965. Publicó Síndrome del Montón (novela), El 8vo loco & Tren en movimiento Editores, 2016; Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo (novela) Editorial Bajo La luna, 2012; La sombra del animal (relatos) Bajo La luna, 2008 –Primer Premio Fondo Nacional de las Artes; Metáforas del lunar conyugal (relatos) Editorial Nueva Generación, 2000. Edita la Revista Transdisciplinaria Con-versiones > www.con-versiones.com.ar drelephant.blogspot.com (psicoanálisis <> literatura).
Ejerce como Psicoanalista en la ciudad de Buenos Aires. Su próxima publicación será Robert Walser traductor del limbo (ensayo), Editorial Bajo La Luna.