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Mi encuentro con la poesía


Mi llegada a la poesía vino de la mano de la filosofía. Cuando terminé el secundario, estudié en un taller de prácticas del pensar por varios años, y después continué de forma individual, reuniéndome con mi maestra y de manera autodidacta. Al tiempo de arrancado este taller, comenzamos a leer algunos poetas fuertemente emparentados con la filosofía. Descubrí que había una relación muy precisa entre pensamiento y poesía: la exploración sobre las estrechas categorías gramaticales permitía que ciertas estructuras de pensamiento accedieran a la comprensión. Mis primeras pasiones por la poesía aparecieron cuando empecé a vivenciar una suerte de entendimiento inmediato y sintético sobre cuestiones que en el ámbito de la filosofía llevaban clases y clases. Era como si la poesía trabajara directamente sobre esas neuronas dormidas que, por alguna razón muy salvaje, yo necesitaba que despertaran del milenario letargo al que nos sometió la gramática de las lenguas indoeuropeas.

Cuando empecé a cruzar filosofía y poesía, leía muchos ensayos que atentaban contra la tradición filosófica occidental, poniendo en evidencia la dificultad de nuestro lenguaje para tocar el movimiento puro y constante al que nos somete la realidad. Algo en las palabras me sedujo, y terminé por convertirme en una amante de la escritura y ya no del lenguaje. Amar el lenguaje es como estar atrapado en un mundo virtual y padecer permanentemente la caída hacia un supuesto mundo real. Amar la escritura es aprender a tocar la materia, es perderse todo el tiempo en ese desvarío cuando la escritura te guía más lejos que la gramática.

Pienso que terminé de volcarme enteramente del lado de la poesía cuando descubrí que había un modo del decir que combatía la obsesión de identificar que tiene nuestro uso más familiar de la lengua. Esto fue fundacional para mí. De todos modos, en un principio mi escritura estaba en un plano muy conceptual, todavía eran ideas. En este plano, las sensaciones o pensamientos que aparecen se adaptan a una forma conocida para poder expresarse. Al no haber conocimiento y experiencia de escribir, no hay posibilidad de crear, sólo hay expresión: la escritura, en esta instancia, tiene únicamente una función catártica. No hay acontecimiento poético. No hay combate contra lo pre-configurado de la lengua. Recién después de varios años de insistir, empecé a descifrar que el lenguaje estaba hecho de una materia específica, y que escribir poesía tenía que ver con conocer esta materia, indagar en su resistencia. Como decía el artista plástico Victor Grippo: “El plomo es la materia. Mi locura en la vida es crear un plomo sutil”.

La poesía logró cultivar una fe en mí: la creencia en que trabajar sobre la escritura, aunque con la velocidad de la erosión, puede ofrecer nuevas formas de conectar con lo real; o mejor dicho, puede comunicarnos con algo que está en la realidad y que es de muy difícil acceso, pero que podría brindarnos una comprensión más justa acerca del mundo. La poesía es la fuerza de lo pequeño: actúa con la profundidad de lo imperceptible.

Mi poesía empezó a enriquecerse cuando advertí que escribir era ir avivando esta especie de conocimiento sobre las palabras: que no es un saber clasificable, acumulativo, no hay una serie de fórmulas aplicables a todas las situaciones. Su modo, más bien, es el de una práctica, es como si empezaran a generarse conexiones desconocidas entre las funciones inteligentes, sensibles, perceptivas, lingüísticas. Es un estudio sobre la inmensidad de la lengua.

Considero que hay dos caras en la escritura: la de la aparición del texto y la de la corrección. La primera es el acto creativo detonante. Es el momento de soltar, de dejar caer, de que se encarne lo ignoto. Pero este soltar es paradójico porque una suelta cuando hay confianza en que hay algo que sostiene. Tal vez sea algo extraño o inasible -seguramente lo sea- pero una intuye que aquello sostiene. La contención se construye con la otra cara de la escritura: la corrección. Cuando se corrige, se desarrolla un instinto poético, una disponibilidad para detectar cuáles son las “fallas que no contribuyen a la gracia o a la fuerza implícitas en un sistema peculiar de tal poema, y que provienen del paisaje interior del cual es la manifestación verbal”, en palabras de la poeta Denise Levertov. Un poema no tiene leyes externas a las que debe responder, sino que tiene fallas relativas a la armonía singular de ese poema. Esta disponibilidad, que podríamos llamar técnica, es inmanente, frágil y misteriosa. Cuando me acerco a un texto nuevo, llevo una pregunta implícita: “¿cuáles son tus reglas internas?”, y siempre intento acercarme con mucha cautela para que me devele lo innecesario. Se podría decir que la técnica es una sensibilidad específica que ayuda al poeta a desarrollar las herramientas necesarias para que cada poema logre vivir. Y en el acto creativo detonante, esta técnica es el sostén: no tiene una naturaleza represiva y tampoco se disocia del estado primario al que uno desciende cuando escribe. Una buena técnica se integra al olvido que debe ocurrir para poder recibir lo más salvaje y libre, lo que exige existir.

A esta altura de mi vida, en la que ya he publicado algunos poemas y trabajo en mi primer texto narrativo, siento que la escritura es un océano en el que estamos destinados a perdemos. Como la exploración que emprendió Adrienne Rich, conocer la escritura es "bucear hacia al naufragio", y es algo que debo hacer sola, con mis patas de rana, con mis antiparras y mi tubito de caucho. Aunque lleve conmigo las voces de mis más queridos escritores, con los que comparto una cercanía casi íntima -como Sharon Olds, Ted Hughes, José Watanabe, Yves Bonnefoy, John Berger, Marguerite Duras y María Luisa Bombal, entre varios otros-, esta es una sumersión solitaria.

Victoria Schcolnik nació en Buenos Aires en 1984. Es Licenciada en Comunicación y desarrolla su obra como escritora desde 2005.

Estudió pensamiento contemporáneo con la filósofa María Alejandra Tortorelli. Estudia danza con diversos maestros de distintas técnicas y estilos. Se formó en escritura creativa con la psicóloga y escritora Claudia Masin. Editó dos libros de poemas: El refugio (abeja reina, 2008) y Una tierra (curandera, 2011). Sus poemas están incluidos en la antología La última poesía Argentina (Ediciones en Danza, 2008).

Organizó diversas producciones y ciclos poéticos y artísticos, como Entre árboles, poesía y música, dentro de las actividades culturales del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

Fue editora de la revista Ventizca –publicación que integraba arte, pensamiento, observación e investigaciones-; y co-dirigió, junto a Guadalupe Wernicke, VOCAL, una revista en formato de cd que integraba música y poesía.

Desde 2009 dicta talleres de escritura creativa a niños y adultos. Desde el 2013 es directora de Espacio Enjambre. Tiene una novela corta en proceso de escritura, Bajo la sombra del mundo.


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