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Cartografías I: De libros, mapas y tesoros


En esta primera edición del ensayo por entregas Cartografías, el escritor y navegante nos cuenta sobre la vida de Robert Louis Stevenson y cómo su libro La isla del tesoro le despertó una inclinación al naufragio marítimo y literario.

En el verano de 1881, Robert Louis Stevenson -vástago sensible, enfermizo y díscolo de una familia escocesa consagrada a erigir faros- comenzó a dibujar el mapa de una isla imaginaria. Quería entretener a Lloyd Osbourne. El hijo de trece años de su esposa Fanny, para escándalo de la buena sociedad, una década mayor que él y separada. Fue completando su isla con accidentes geográficos como Islote del Esqueleto, Monte Catalejo, Cabo de la Bolina, Monte Trinquete. Pensó que podía ser escenario de un relato de piratas. Del dibujo, pasó a la escritura. Lloyd y los padres de Stevenson oyeron los primeros tres capítulos. Bastó su entusiasmo para que el autor despachara un capítulo más por día hasta completar quince. Pero un agravamiento de la tuberculosis lo interrumpió. Afortunadamente, la narración comenzó a publicarse en la revista Young folks. Stevenson, contento con lo bien que se veía en letras de molde, se restableció y retomó el ritmo de un capítulo diario hasta completar su trabajo. Tenía poco más de treinta años y diez títulos publicados, pero la novela de la isla –aparecida en 1882 como libro– le hizo creer que podría independizarse.

Se alejó del aire de las Islas Británicas -que lo asfixiaba metafórica y literalmente- para realizar largos cruceros a vela por los Mares del Sur. Gracias a lo que ganaba con la escritura, pudo sucesivamente flotar las goletas Casco y Equator. Pusieron rumbo a Nuku Hiva, la mayor isla del archipiélago de las Marquesas. Recalaron en Tahití, se dirigieron a Hawai, y en diciembre de 1890 llegaron a Apia, en Samoa. Allí levantó su casa. Al lugar lo rebautizó Isla del Paraíso. Estableció buenas relaciones con los nativos, quienes lo apodaron Tusitala (el que narra historias). Desde esa lejanía enviaba sus colaboraciones a revistas y diarios de Inglaterra y Estados Unidos, sin privarse discutir por carta sus pagos o solicitar adelantos. En sus escritos abundan referencias críticas a los efectos de la expansión capitalista.

El 3 de diciembre de 1894, tras una hemorragia cerebral, murió. Dejaba, con sólo cuarenta y tres años, un vasto legado literario: cuentos, novelas, ensayos, poemas. A la otra mañana, los nativos abrieron a machete un camino hasta el monte Vaea, donde había pedido ser enterrado frente al mar. Nunca volvieron a cazar allí para que el canto de los pájaros acompañara por la eternidad a su amigo y a Fanny, enterrada a su lado años después.

La isla del tesoro fue el primer libro que leí. Por él navegué un año a lo largo de la Patagonia, por él crucé el ecuador en un buque de carga destartalado y en un bulk carrier más destartalado aún pasé por el Estrecho de Magallanes hacia el Pacífico y doblé el Cabo de Hornos, por él pesqué tres veranos hamacado por las olas monstruosas del banco Burdwood, por él recorrí a vela todo el litoral oceánico argentino.

Aunque yo había nacido junto al mar, leer ese libro me hizo ver el mar por primera vez. Tan entusiasmado me notó mi abuelo Juan, que habló a un práctico del puerto Quequén para visitar un barco. No me guardé su nombre y no quiero iniciar ninguna pesquisa, para qué desilusionarme con mi primer amor. Me pareció gigantesco, laberíntico, admirable. Al capitán le prometí que yo también me dedicaría a navegar. Hice que me autografiara mi ejemplar de La isla del tesoro, un tomo especial de la colección Robin Hood, encuadernado en tela gris tormenta. No tantos años después, yo entraba a ese puerto rodeado de naufragios navegando en un barco de Y.P.F.

La isla del tesoro me enseñó que todo libro comienza con un mapa, que todo mapa promete un tesoro y una aventura, que nunca son los que uno creyó a las primeras lecturas. Puedo considerarme una víctima de la cartografía, una víctima agradecida. Por él leo y escribo.

Juan Bautista Duizeide nació en Mar del Plata en 1964. Como piloto de ultramar de la marina mercante, navegó en barcos de carga general, graneleros, petroleros y pesqueros. Trabajó posteriormente como periodista en el área cultura. Publicó en las revistas Sudestada, Crisis, Carapachay, Siwa y en los diarios Página/12, La Nación y Clarín. Algunos de sus libros son Kanaka (novela), Lejos del mar (novela), La canción del naufragio (novela), Alrededor de Haroldo Conti (ensayos). Tradujo relatos de Stephen Crane, Guy de Maupassant y Robert Louis Stevenson.

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