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Cartografías II: océanos de anacronismo


En esta segunda edición del ensayo por entregas Cartografías, el escritor y navegante nos cuenta sobre el impacto de la ficción en la realidad del mar, sobre la relación entre las cartas náuticas y el movimiento incesante del agua.

Así como la luz de una estrella muerta puede seguir llegando a nuestro planeta siglos después, la potencia de viejas formas narrativas o icónicas puede alumbrar nuestras vidas. Se afirma que el inventor de la piratería fue el libelista británico Daniel Defoe, más conocido por su novela Robinson Crusoe (1719). Por supuesto, el fenómeno de los piratas ya existía. Pero con sus textos acerca de piratas -sobre todo en ese compendio que es Historia general de los atracos y asesinatos de los piratas más notables (1724)- Defoe les otorgó una carnadura de la cual carecían, una forma característica de vestir, de hablar, de afrontar el peligro, de mirar el mundo. Muchos jóvenes británicos que veían con buenos ojos la piratería como una forma de progreso, lo leyeron y antes de pisar la cubierta de un barco ya vestían “como piratas”. A Defoe podríamos pensarlo como lo que hoy los suplementos de los diarios, no sin cierta tilinguería casi enternecedora, denominan influencer. Sucede que mucho antes de que naciera Oscar Wilde, la realidad ya imitaba al arte. Para cuando Robert Louis Stevenson escribió La isla del tesoro (1883), los piratas ya eran el pasado. En un diálogo de la novela, pese a estar enfrentados a una temible tripulación pirata, los buenos les reconocen coraje y capacidad marinera. Hasta se sienten orgullosos de que los piratas sean tan británicos, al fin y al cabo, como lo son ellos. Pero concluyen afirmando que son algo de otros tiempos. Esa reflexión es marxista sin saberlo: se ha estudiado que la acumulación primitiva de capital para poder realizar la primera revolución industrial se obtuvo gracias a las correrías de los hermanos de la costa. Mucho más prácticos que los españoles, los británicos se ahorraban el considerable esfuerzo de masacrar y esquilmar a las civilizaciones americanas que poseían oro, limitándose a pasar ese oro en medio del mar de los galeones católicos a sus naves protestantes. Tarea en la que brillaron gracias al contundente argumento de los cañones y los sables de abordaje.

Para cuando yo comencé a navegar, merced a una lectura imprudente de La isla del tesoro (o una lectura bovarysta o quijotesca), los piratas habían sido confinados a algunos andurriales de Asia, África y Latinoamérica. No navegaban a vela, sino en trackers con potentes motores nafteros. Aunque conservaban afilados y locuaces sus machetes, preferían los fusiles Kalashnikov y los sigilosos aerosoles de gas pimienta. Peor aún, cuando yo comencé a navegar, el mundo estaba completamente cartografiado: ya no quedaban islas secretas con tesoros escondidos. Pero cada mapa, como una pervivencia secreta de las épocas heroicas, seguía custodiando promesas, tesoros, aprendizajes.

Ya navegando en mis primeros viajes de instrucción por la costa argentina, fui aprendiendo las instancias complejas e incesantes de traducción que requiere orientarse por mapas (nosotros decimos cartas náuticas). De lo plano a lo espacial, ida y vuelta todo el tiempo. Y de lo quieto a lo que no cesa, jamás, de moverse. Aprendí también que todo mapa es anacrónico: no representa el territorio actual, sino el territorio en el momento en que se relevó (una tarea permanente a bordo era la de actualizar los mapas, trabajo de Sísifo que hoy las cartas digitales resuelven de otras maneras pero sigue siendo indispensable). Fui entendiendo que la cartografía no sólo es convención, también imposición ideológica: al ejemplo ya archiconocido del norte puesto arriba debe sumarse el de contar el tiempo desde el meridiano de Greenwich. Solo porque al momento en que eso se estableció Gran Bretaña era el más grande imperio. Por eso, de manera genial, el sombrío anarquista de la novela El agente secreto, de Joseph Conrad (1907), quiere volar con una bomba el observatorio de Greenwich. Como quien atentara contra el tiempo uniforme y lineal del capitalismo.

Pero aún había más, como pronto aprendería en navegaciones más ambiciosas, la cartografía es distorsión, es capricho y hasta ficción.

Juan Bautista Duizeide nació en Mar del Plata en 1964. Como piloto de ultramar de la marina mercante, navegó en barcos de carga general, graneleros, petroleros y pesqueros. Trabajó posteriormente como periodista en el área cultura. Publicó en las revistas Sudestada, Crisis, Carapachay, Siwa y en los diarios Página/12, La Nación y Clarín. Algunos de sus libros son Kanaka (novela), Lejos del mar (novela), La canción del naufragio (novela), Alrededor de Haroldo Conti (ensayos). Tradujo relatos de Stephen Crane, Guy de Maupassant y Robert Louis Stevenson.

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