Entrevista a Alberto Silva
En esta entrevista, el poeta, traductor, ensayista y conocedor profundo del zen, Alberto Silva, nos habilita a pensar algunos supuestos sobre el lenguaje que Occidente podría revisar, además, nos habla de poesía, de la experiencia de traducción, y cómo cada uno de sus oficios están atravesados por la práctica del zen.
La intención del Zen es reunir en la persona todo lo que ella es. Pero ¿cómo se vuelve posible si hemos sido atravesados por el lenguaje (que es justamente una "técnica" de de separación, diferenciación)?
Lo que puedo decir se relaciona con la práctica y el pensamiento de Eihei Dôgen, un japonés que formalizó lo que en Occidente conocemos como Zen de estilo soto. Dôgen vivió en el siglo XIII (1200-1253), mayormente en Kioto. Se lo considera iniciador del zazen (meditación sentada) tal como se practicó desde esos años y, sea dicho con cierto énfasis, tal como merecería seguirse practicando hoy día (sin ningún adorno).
Es oportuno que empieces mencionando la dimensión central del Zen que, justamente, consiste en atravesar. Dôgen fue prolífico inventor de palabras nuevas, una especie de Shakespeare japonés. Entre sus neologismos se encuentra t’ung-ta. Dôgen afirma que Zen es t’ung-ta. Los dos kanji del término reiteran (primero en chino, luego en japonés) la misma acción. T’ung-ta es una iteración o énfasis que se traduce como atravesar-atravesar. El Zen vivo (o sea, el que se practica: el zazen) constituye un continuo atravesar, en dos sentidos o vertientes posibles del término:
El practicante se desplaza por sus propios telones especulativos y emotivos, los llamados velos de maya de la tradición oriental. Actúa como quien flota en el aire o nada entre nubes: “descansar es flotar”, dijo con agudeza en su día Roland Barthes. Y atravesar es descansar.
Al mismo tiempo un practicante encara lo duro, rocalloso y oscuro de su cuerpo. No sólo la anatomía; también la mente muestra muy duras opacidades. En esto el practicante obra como albañil que perfora una pared, detrás de la cual se encuentra lo que busca.
Sabemos que el lenguaje funciona en el tiempo: es consecutivo, extenso y por ende dual (plantea un antes/después, por ejemplo). Entonces el lenguaje pareciera designar una división irrevocable. Pero para el Zen lo que ocurre se explica de modo distinto. El zazen abre a una experiencia distinta del tiempo. Parte, igual que Lacan, de la barre (la barra inclinada, el trazo o el tajo, según el francés, señalan una partición original). Sin duda esa es una situación observable, circunstancial, de la persona. Pero tal cesura el Zen no la considera irremisible. Y busca (es su objetivo) lo que postula como condición principal de la persona: la unidad. El lenguaje del Zen es un elemento más en la obra unificadora de la práctica que le da sentido, zazen.
La lengua japonesa, ¿también tiene una gramática de identidad y exclusión de opuestos?, ¿significa, en este sentido, un desafío para la práctica del Zen, o su estructura es otra y dispone a las personas de manera distinta? Es decir, ¿cuánto influye una educación lingüística a la hora de meditar?
El japonés es una lengua vinculada a los kanji (caracteres simbólicos). No digo compuesta de sino vinculada a. La lengua japonesa oral es silábica, mientras su escritura (de origen chino) es simbólica, ideogramática. La cuestión de la lengua pone a prueba el genio teórico-práctico de los nipones desde el siglo III, fecha de la llegada de la escritura al archipiélago, de la mano de monjes budistas. ¿Cómo reunir una lógica oral silábica con otra escrita sintética? Mediante recursos derivados de la creación de tres alfabetos simultáneos: el kanji arracima la proliferación semántica de toda emisión verbal; el hiragana desmenuza la posible lectura (audición) de lo que de entrada era pintura o estallido de hanabi (fuego de artificio: o sea visualización); y el katakana adapta los signos hiragana a vocablos especiales.
Otro aspecto de la lengua japonesa es su pasión por la economía de medios. El ejemplo del haiku es extremo. Su retórica poética plantea una expresión despojada y obliga a refinar: usa pocos verbos y a menudo los adverbializa; no es buen amigo de metáforas; frecuenta poco el género o el número; por el contrario declina y usa hipérbaton. Su exigencia en materia de escritura es máxima y, cuando hay suerte, su cosecha es pletórica (me refiero al haiku japonés; el haiku en Occidente es harina de otro costal).
El desafío a/de la lengua en la práctica del Zen reside en responder la pregunta siguiente: ¿de dónde procede el lenguaje que usamos? No me refiero sólo al equilibrio o desequilibrio entre lo propio y lo ajeno, entre lo saboreado personalmente y lo repetido como un loro. Aludo a algo que a la mentalidad occi-céntrica a menudo le cuesta entender: el lenguaje no pertenece sólo a la mente sino, desde la visión del Zen, a toda la persona. Un lenguaje es a la vez sensación, percepción, entendimiento, sentimiento, emoción, intuición… Cuando todo eso va junto y se activa más o menos al mismo tiempo, se está expresando la unidad de una persona en acción. Si, por ejemplo, una artista plástica pinta suminagashi (pintura flotante) pone a contribución mente, postura, pincel, respiración, memoria, técnicas asimiladas, emociones cambiantes: en todo ello está creando lenguaje.
¿Cómo se conecta con el lenguaje ese sistema vital que llamamos ser humano? En la práctica del zazen, lenguaje deja de ser algo que sólo-se-piensa y pasa a ser algo que se-piensa-percibe-siente. No es casualidad que muchos practicantes que tuve en Buenos Aires sean unos enamorados del lenguaje: ya por ser lectores asiduos o auditores atentos que buscan en serio formarse; o como narradores, poetas, editores, artistas plásticos, músicos, actores, traductores, publicistas, etc.
En un plano personal suelo pensar: si la poesía no me hubiera llevado al Zen, es el zazen el que me arrastraría a la poesía. En mi modo específico de proponer zazen, el llamado teisho (parte discursiva de una sesión) busca abiertamente ser poesía por otros medios. Repito lo que ocurre a miles de personas que en Japón y otros países dan o reciben el zazen. Lo intento.
De budismo el Zen tiene sólo un poco; con frecuencia ambos se separan. Uno de los múltiples aspectos en los que el Zen de Dôgen niega (más bien per-vierte, desvía, si respetamos la etimología) al budismo ambiente consiste en considerar el lenguaje como dimensión central de la persona. El budismo suele pensar que la persona es mui-shi-nin, “hombre sin atributos” (el texto homónimo de Robert Musil delata ese extravío). Dôgen invierte la situación y dice que la persona es ui-shi-nin, “hombre con atributo”. ¿Cuál es para Dôgen el atributo humano evidente, eminente, inminente? El lenguaje, en toda su expresión: verbal y no verbal, plástico, gestual, corporal, escenográfico, artesanal, ordenador, etc.
Con el lenguaje de la persona el zazen hace lo mismo que consigue con sus sentidos y emociones: atravesarlos, pasarlos al tamiz de una mirada lúcida (a un amigo practicante le gusta relacionar al Zen con una decisión implacable, por su claridad y modo drástico) y a la vez compasiva (llena de cariño y receptividad con lo propio y lo ajeno). De nuevo, el lenguaje se mueve en una dinámica de unidad, lugar de retorno al que apunta el Zen, como discurso y como práctica.
Cuando traducís, ¿cómo integrás ese doble registro visual y sonoro que compone a la escritura japonesa, ya que no es una escritura fonética, sino una combinación de ideogramas y sílabas?
Recojo un punto de tu pregunta anterior: la “educación lingüística” que mencionabas, y que todo ser humano necesita, consiste en la compasiva lucidez de su decir, en la veracidad sin paliativos de su elocución, en la completa libertad para reunir en un mismo registro lo dicho y lo hecho, lo pensado y lo vivido. El Zen es una herramienta para orientarse en esa dirección. Aunque, siempre, cuidado con el elitismo: el Zen no es una actividad para cenáculos de gente exclusiva o de artistas. De modo más amplio, el Zen es propicio para todos aquellos, se crean o no ilustrados, que deciden mirarse de veras por dentro, aceptarse y quererse (reconozcamos que muchos no se atreven a tanta radicalidad). Con la práctica del zazen la persona se va haciendo peculiar, singular. Sekkei Harada, abad del monasterio de Hôsshinji, sostiene que “somos únicos e insustituibles en el universo”, afirmación que el Zen se encarga de sostener y disfrutar.
En el caso de la traducción, la lengua de origen se vierte en otra de destino que aspira a ser comprensible para todos, a la vez que ad hoc. Traducir es intentar que Bashô o Shakespeare suenen como si sus textos hubieran sido escritos en castellano (un lector piensa que está leyendo una traducción sólo cuando deja de creer en el texto que lee: se evade de él si deja de considerarlo verosímil). O sea que estamos ante una operación cien por ciento literaria.
¿Es Marcelo Cohen traductor o narrador? Uno y otro, con procedimientos distintos en cada caso, claro está, pero alimentándose continuamente del mismo plancton. ¿Son los textos de “Once personas” de Alejandro Crotto poemas o traducciones? Son lo uno y lo otro, acaso lo uno por lo otro.
¿Cuál es el vínculo entre el Zen y la poesía?
No hay relaciones causa-efecto entre una práctica silente como el zazen y una práctica parlante (si hace falta vociferante y gesticulante) como la poesía. Pero sí constante cruce de factores entre un ámbito y otro. Un término central del Zen es kattô (“entrelazamiento de lianas”), que el budismo entiende como lío, desorden. Aquí de nuevo se entromete Dôgen y resignifica el término positivamente: la realidad sólo es significativa cuando consigue ser dicha por múltiples plumas-voces-arcos-cuerpos-pinceles... Si bien es cierto que muchos cultores del haiku fueron o son practicantes de zazen, esa poesía tiene que caminar con propios pies, sin la muleta espiritual o el respaldo doctrinario que pudiera aportar un discurso meditativo. Mencioné a Matsuo Bashô; podría hablar de otros grandes como Onitsura, Ryôkan o Santôka, y aún así estaría omitiendo numerosas ramas de la creación.
Ha habido (y sigue habiendo) afinidades electivas que desbordan el territorio de Japón (e incluso al propio Zen, cuando lo encorsetamos para que funcione como mera demarcación o corralito). ¿Eran Wallace Stevens, Juanele Ortiz, Rilke o Hugo Padeletti poetas Zen? Con diferentes retóricas, a todos ellos podemos considerarlos parientes dilectos del Zen, incluso si esos poetazos probablemente no se sentaban a meditar. Cabe preguntarse si no ocurre algo parecido con la pintura de Rotkho, el land art de Richard Long, los cuentos de Jerome Salinger, la música de John Cage o la cocina de Ferrán Adriá. El asunto en juego es la continuidad de ciertos dispositivos (Agamben dixit) sensoriales, reflexivos y emotivos, capaces de facilitar un modo de producir algo que consideramos bello, placentero, capaz de conmovernos.
¿Qué conocimiento se fue labrando en vos como persona al dedicarle tanto tiempo a la tarea de traducir?
Soy traductor de ocasión. Mi amigo Cohen me atrajo a este hermoso oficio cuando dirigía la re-traducción de la obra completa de Shakespeare. Me asignó una gran comedia, “Trabajos de amor en vano”. Fue un periodo de grata interlocución sobre lo que significa tender un puente entre una lengua considerada original y otra que permite leer y disfrutar ese texto. Luego Mirta Rosenberg me invitó a emprender una antología que circula lozana con el nombre de “El libro del haiku”. Otro poeta, Horacio Zabaljáuregui facilitó las cosas para atraer al castellano los “Diarios de viaje” de Matsuo Bashô.
Por mi cuenta vierto algunos textos de Dôgen a un castellano que el lector pueda entender, sin enigmas ni tergiversaciones. Los subiré a un blog nuevo que estamos organizando, llamado “El giro”. Pero no sé cuánto voy a seguir traduciendo. Sólo estoy seguro de que toda acción expresiva y vital que emprendo ya es, de modo profundo, una traducción.
En todos los casos mencionados llego a la misma conclusión: la traducción elabora una tercera lengua, comprensible para la original y también para la de llegada. Se vuelve aceptable desde ambos registros porque persigue cierta calidad literaria (¡en absoluto digo que lo consiga!). El traductor tiende un puente de palabras que ha de ser fiel a la intención y materialidad del original y, a la vez, verosímil para la comprensión del lector. No es que el traductor traicione. Sólo intenta crear literatura.
¿Quisieras agregar alguna idea más que haya quedado flotando, o a la que te gustaría dedicar un espacio? ¿Quizás una descripción breve sobre la práctica del Zen, que es desconocida para muchos?
Propongo un aforismo apto para nuestros tiempos: zazen es el maestro; o lo que es lo mismo: el que enseña es el Zen. Cada cual verá qué significa eso.