Un cielo equivocado
Cuento inédito de la joven periodista y escritora, ganadora reciente del Concurso de Novela del Fondo Nacional de las Artes 2016.
Floto sobre un camalote gigante. Apenas muevo los pies y las manos para no hundirme. El agua está tibia. Cada tanto un pez me succiona un dedo o me roza con sus escamas. Respiro profundo, lleno los pulmones de aire y me sumerjo. Abro los ojos y veo, a través del vidrio, mi computadora, un colchón de una plaza doblado al medio y la puerta del baño abierta. Mi habitación, vista desde acá, parece una foto, todo allá afuera está muerto. La vida quedó encerrada abajo del agua.
Papá no hablaba con nadie. Para lo único que abría la boca era para darme órdenes. Siempre estaba anotando cosas y subrayando su cuaderno con una regla de madera. Yo lo miraba desde lejos, escondido atrás de una puerta o haciéndome el distraído con un libro de historietas. Su silencio me asustaba.
Nadie creía que se iba a morir. Pero él lo sabía. El día de la operación le ordenó a la enfermera que me llamara. Manuel desde hoy es tu responsabilidad, me dijo con la voz seca y rasposa. Me dio las llaves y la dirección de su oficina anotada en una receta vencida. Me miró y movió la cabeza para los costados: mi camisa estaba arrugada. Papá odiaba las imperfecciones. Vas a estar bien, le dije y me fui sin saludar.
No fui al velorio, me quedé jugando a un juego de cartas por internet. Las tías dijeron que yo era un desconsiderado. Pero no me importó. Salí campeón.
Un día decidí que papá donaría su ropa. Fui al placard y tiré sobre la cama sus 43 camisas. Todas eran grises, en distintos tonos. Las metí en bolsas de supermercado y las dejé en la calle.
Me gustaba estar solo. El problema era que no podía dormir, necesitaba que alguien me dijera Manuel apagá la luz. Al tercer día de insomnio, me sentía confundido. Mi cerebro era una mezcla salvaje de imágenes y sensaciones. Pura anarquía.
No sabía qué hacer, no tenía plata y seguía despierto. Entonces me acordé de las llaves. Fui caminando, la oficina estaba cerca.
Nunca había ido al trabajo de papá. No sabía ni siquiera de qué trabajaba, pero se iba muy temprano y volvía a la hora de cenar. Entré al edificio sin hacer ruido. La oficina era en planta baja. Busqué pero no había ninguna puerta. Caminé hasta el final del pasillo y toqué la que decía Encargado. No contestó nadie y entré en puntas de pie, sigiloso como un gato. Había plumeros, escobillones, trapos sucios, un balde con agua podrida, un cepillo con pelos y otra puerta con una placa: Señor Antonio. Era papá.
El olor a humedad me cortó la respiración. Prendí la luz al mismo tiempo que pateé un frasco de vidrio haciendo caer un pez al suelo. En el cuarto, un cuadrado de paredes descascaradas, papá escondía un acuario. Frascos de mermelada, vasos de whisky, palanganas, baldes, potes de mayonesa y hasta una botella de cerveza partida. Todo servía de pecera.
Había algunos del tamaño de una uña que nadaban rápido y muy juntos. Había peces gordos de ojos saltones que miraban con cara de vacas estúpidas. Había otros de colores con forma de barrilete y unos grises que parecían rocas. Yo los miraba, como quien observa el caos de estrellas e intenta encontrar una constelación conocida, un sentido, algo. Pero todo me resultaba absurdo. Me sentía un extraterrestre mirando un cielo equivocado.
Esa misma noche me mudé. Llevé la computadora, un colchón finito, una almohada y el rollo de papel higiénico. El pez que tiré al piso se murió, cuando lo quise meter en el frasco ya no movía la boca. Conté los que quedaban: en total eran cuarenta y cinco. Aunque no estoy muy seguro porque algunos eran tan rápidos y parecidos que fue difícil hacer el cálculo.
Me desperté con la frente mojada y el corazón agitado. Todavía estaba oscuro. Prendí la luz y me puse a mirar los peces. Nunca dormían, estaban condenados a una vigilia constante. Me hacían sentir acompañado. En el frasco de mermelada de ciruela había tres recién nacidos. Eran mínimos y casi transparentes, se les notaban las venas.
Mi vida de portero no está mal. Estoy acostumbrado a recibir órdenes así que no me molesta, papá me entrenó bien. Además creo que nadie se dio cuenta de que yo no soy él, o les da igual. Nadie preguntó nada y me dicen señor.
Lo bueno de que no me presten atención es que puedo hacer lo que quiero. A la mañana pongo el limpiador y el trapo cerca de la puerta y todos se creen que ando por ahí limpiando. Me encierro en el cuarto y leo los cuadernos rojos de papá, los encontré en una caja que decía productos de limpieza. Papá anotaba la vida de cada pez: el día de nacimiento, el día de defunción, los traslados de recipiente y el color de piel. A los que morían por causas naturales les dibujaba una cruz al lado del historial y a los que se suicidaban los tachaba con regla. No les ponía nombre, tenían números. En el cuaderno figuraban 453 peces: 298 fallecidos naturalmente, 109 suicidas y 46 vivos. Pero las cosas cambiaron. Así que empecé mi propia lista con 49 peces: uno asesinado, el día que pateé el frasco, tres recién nacidos y 45 heredados.
A los cinco días de mudarme, los peces ya eran 57. Todos vivos. Me puse a hacer cálculos y llegué a la conclusión de que a ese ritmo en un mes iba a tener más de cien. No podía seguir acumulándolos en frasquitos de yogur, tampoco quería matarlos. Así que tomé una decisión: armaría algo importante, un acuario de verdad, con plantas, piedras y agua tibia. Una gran comunidad. Aproveché el mediodía, la hora en la que todos trabajan o almuerzan, y fui a comprar cinco placas de vidrio y un pegamento a prueba de agua. Esa misma noche los metí en la bañera y tiré los tachos viejos. Los peces estaban todos juntos y apretados, formaban una masa de colores deforme y escurridiza. Me apuré en armar la pecera porque no quería provocar un genocidio. Tardé media hora en pegar las placas y una hora en llenar el cuadrado de agua. La pecera ocupa casi todo el cuarto, queda sólo un pasillo angosto para ir al baño y acomodar mis cosas.
Los peces están felices con su nueva casa. Forman cardúmenes y se esconden entre las plantas que les hice traer del río. El camalote fue un capricho mío, a ellos parece darles lo mismo.
Hoy no podía dormir, estaba incómodo y me dolían los dedos de los pies. Me puse a mirarlos. Ellos también me observaban. De alguna forma sentí que me llamaban, suspendidos en el agua como pequeños astronautas. Como no tenía sueño y quería pasar el tiempo, me saqué la ropa, subí la escalera y me metí al agua.
Ahora nado y dejo que mi cuerpo a flote. Me siento liviano. Un pez naranja me mira con la boca abierta. Lo toco con la yema del dedo arrugada y se pierde entre las algas. Con la frente pegada al vidrio veo las cosas difusas, como si tuviera lentes con demasiado aumento. Debe estar amaneciendo porque entra un hilo de luz por la puerta del baño. Tengo que salir antes de que la gente se despierte. Empujo mis pies contra el vidrio para impulsarme hasta la superficie y entonces la placa se despega. Una fisura deja escapar el agua. Intento tapar el agujero con las manos, pero es inútil: la pecera se vacía demasiado rápido; el líquido sale con presión y yo no puedo hacer nada. Los peces rebotan epilépticos, giran en el aire y caen dando bocanadas contra el piso. Pierden el brillo y el color, hasta quedar estampados sobre las baldosas, secos.