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La fábrica


Publicamos acá un capítulo del libro de ensayos "Notas de campo" (Excursiones, 2017), recientemente editado por el escritor.

Cuando la sirena dejó de oírse en el barrio, muchos estábamos pensando en otras cosas. La televisión por clave avanzaba como un ejército de langostas irremediable. Y en el centro, la construcción de un bingo –se hablaba de un bingo que iba a abrir las puertas las 24 horas– concentraba también la atención. Pasaron muchos días, varios días, hasta que alguien, más cerca del verano, dijo algo sobre la sirena de la fábrica. “Hace rato que no la escucho”, dijo. Entonces comenzamos a percibir esa ausencia. Antes, cada mañana, temprano, a eso de las siete, cuando nos levantábamos para ir a la escuela convivíamos con ese pitido vibrante que llamaba a los obreros, que los reunía en la entrada de la fábrica, morosos, con alguna historia para contar. O al mediodía, cuando regresábamos de la escuela y nos confundíamos con las bicicletas de los obreros que entraban o salían del turno. O a las ocho de la noche, cuando el pitido anunciaba que, un rato después, otra manada de bicicletas iba a pasar por delante de nuestras casas. Ese sonido era una señal en el día. Un recuerdo de algo que teníamos que hacer: levantarnos, salir de la escuela, cenar. Nos dimos cuenta tarde de esa ausencia.

La fábrica estaba en los bordes de la ciudad. Y hacía muchos años –durante gran parte del siglo XX– que ese edificio funcionaba como fábrica. Primero fue la VTB, después fue la Glaxo –la firma que más tiempo duró– y luego, en sus últimos años, La Serenísima. Hacían leche en polvo y otros productos lácteos. La fábrica estaba en un punto estratégico. Junto a un ramal del ferrocarril Sarmiento que terminaba en la estación Norte. Desde la estación hasta la fábrica se fue formando una zona productiva muy intensa. Molinos, aceiteras, silos. Una geografía que funcionaba a la par del ferrocarril. Y se retroalimentaba. Una geografía que fue, también, marcando simbólicamente el espacio. Uno de los nombres que tuvo la fábrica le dio nombre al barrio que la rodea. Entonces, más allá de las distintas firmas que pasaron por ese edificio, cuando el barrio tomó el nombre de la Glaxo cualquier fábrica que parara allí iba a ser denominada como la Glaxo. Eso se incorporó, a su vez, en los recorridos de los colectivos locales. Había una línea que tenía como destino final la Glaxo. ¿A dónde iba? ¿A la fábrica o al barrio? Todo se volvió una misma cosa.

El Nono Miguel trabajó, en los años cincuenta, como sereno de la Glaxo. Entraba a trabajar cuando todos se iban a sus casas. Quedaba solo en ese edificio extraño. Tenía una sala, la sala del sereno, donde dejaba sus cosas, donde se refugiaba en los momentos más duros de la noche. Porque en esa época no tenía radio. Y tampoco el Nono tenía el hábito de la lectura. ¿Qué hacía para soportar la noche? Una vez me dijo que, después de que pasara el tren de la una de la mañana –ese que hacía estremecer las paredes, era un carguero– se preparaba el mate y empezaba a contarse, en voz alta, una historia. A veces encontraba un doble, un oyente, en el reflejo de su cara en el vidrio de la ventana. Otras veces contaba mientras recorría la fábrica, entre el silencio de las máquinas detenidas. Y sentía un placer difícil de explicar porque, casi siempre, quedaba sorprendido por las historias que se activaban, por las tramas imaginarias que, de un modo impensado, aparecían en su boca.

A fines de la década del sesenta se decidió cerrar la estación de trenes Norte y, en consecuencia, levantar el ramal que pasaba junto a la fábrica Glaxo. Los hoteles, los comercios que rodeaban la estación y, luego, los silos, la aceitera, los molinos fueron afectados por ese cambio estructural. La Glaxo siguió funcionando hasta que cambió de firma y recién en los primeros años de la década del noventa se produjo el cierre definitivo. Fue en esos años cuando empezamos a percibir la ausencia de la sirena: ese sacudón, vibrante, que actuaba como ordenador del tiempo.

Entonces esa zona que supo ser productiva fue cayendo en el abandono. Hacia fines de los noventa, sin trenes y con la fábrica cerrada, un pastizal fue rodeando a la fábrica, la fue ocultando en el paisaje de la ciudad. La línea de colectivos que anunciaba en la parte delantera su destino hacia la “Glaxo” ahora empezó a decir “Ex Glaxo”. Cada vez que veo ese cartel con el prefijo Ex, no dejo de conmoverme por la liquidación, también, de una zona. ¿Cuál es el destino de ese colectivo que ahora viaja hacia un ex lugar? Hay una serie de fotos de Daniel Muchiut que retrata muy bien este proceso de desintegración no solo de una fábrica sino, más hondamente, de esa fábrica con su entramado territorial y social, con su comunidad.

Recién en el año 2005, cuando un grupo de militantes decide emplazar junto a la Glaxo una plazoleta de la memoria en homenaje a los desaparecidos de la ciudad, recién ahí, toda esa zona se resignifica y vuelve a tomar, podríamos decir, cuerpo. Porque esa zona que iba de la estación Norte hasta la Glaxo, ahora sin vías y con la fábrica abandonada, una vez que se construye el espacio para la memoria se transforma en un símbolo, en el símbolo de una época que generó nefastas consecuencias sociales y desgarró una trama de nación: la clausura de los trenes, el cierre de las fábricas, los desaparecidos estaban ahí, como huella en el espacio. El lugar que fue arrasado cobró, así, dimensión cuando se enlazó con una memoria política y social. Y aunque hoy la fábrica siga abandonada, con esas letras incompletas de su nombre agarradas en el lomo de la chimenea, aunque la sirena ya no se escuche llamando a los obreros, cada vez que paso por la Glaxo no puedo dejar de imaginar esas historias que contaba el Nono en las noches, esas historias que ahora, estoy seguro, resisten entre las ruinas.

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