La naturaleza, la distancia y la escritura
I
La naturaleza tiene el mismo carácter que las partículas subatómicas: en cuanto la miramos, deja de ser lo que es. Cada vez que la miramos, la naturaleza deja de ser natural. Menudo problema, sobre todo si lo que se quiere es intentar pensar qué es la naturaleza. Uno debe moverse entonces mediante el principio de incertidumbre de Heisenberg: más de una cosa a la vez no se puede saber de la naturaleza. Si sabemos dónde llegar a encontrarla, no podemos estar ahí. Si estamos ahí, no podemos llegar a encontrarla. Por ejemplo. Nos imaginamos en un entorno natural. Montañas, principalmente, y un lago. Ahí vamos a estar mejor, pensamos, ahí vamos a ser mejor lo que somos. Planeamos el viaje y hacemos el traslado. Queremos ver el entorno, estar en medio de algo que sea de la naturaleza. Llegamos ahí y resulta que la naturaleza ha mutado de natural en programada, de espontánea en arreglada a fines. Es culpa nuestra, por imponernos la naturaleza como objetivo teleológico. La naturaleza se intuye mejor desde el corazón del artificio. A la naturaleza se aproxima uno mediante una asíntota: el objetivo es inalcanzable.
Otro problema adicional con la naturaleza es que la palabra quiere decir de todo.
Clase de pilates
Profesora: Lo que pasa es que vos sos muy blandita.
Señora: ¿Y qué quiere decir que soy muy blandita?
Profesora: Que tenés las articulaciones muy blandas y que por eso te contracturás: el cuerpo se te contractura como mecanismo de defensa porque es muy blandito.
Señora: ¿Y eso es malo o es bueno?
Profesora: No es ni malo ni bueno. Es nada más tu naturaleza.
Natura
La naturaleza también es un modo de vender. La naturaleza está de moda. Galpones orgánicos, rúcula sin agroquímicos, agua purificada, aloe vera, talleres de huerta, feria de artesanos recicladores.
Afuera
La naturaleza es algo que quedó atrás nuestro, o a un costado, o adelante pero lejos. En algún momento pasamos adelante del escenario y la naturaleza quedó en las bambalinas. Atrás quedaron también las plantas y los animales, las piedras el agua la tierra las frutas y todo lo que no es estrictamente nosotros.
Rousseau
Estarse quieto, detenido y calmo, en un lago. Ni siquiera respirar. O, mejor, respirar despacio, lento, casi como sin respirar. El agua lleva al bote y el bote lleva al hombre lejos de la orillas. Eso existe, pero no hay retorno posible.
Jena
La naturaleza como punto de unión de todo lo que puede haber. La naturaleza como el lugar del misterio más diáfano. La naturaleza afuera y adentro el hombre, pero los dos en paralelo.
Naturaleza quiere decir de todo y, paradójicamente, el plural no le va bien: naturalezas. Suena al menos extraño. ¿Qué quiere decir que a un sustantivo no le vaya el plural? ¿Por qué suena tan inadecuado naturalezas? Estamos acostumbrados a pensar que naturaleza hay una sola. No importa qué contenido le demos a la palabra, la unicidad siempre será un atributo: no podemos concebir la idea de que la naturaleza tenga dobles, o versiones, o vertientes, o una gemela maldita. ¿Y por qué no? Un poco en esa línea nos ha educado la filosofía desde los inicios de los inicios. Lo natural se asimilaría a lo verdadero, y lo verdadero no puede sino ser una sola cosa. Por otro lado, por herencia filosófica filtrada por el romanticismo, la naturaleza sería un gran paraguas de unicidad que engloba los elementos más distintos del universo. La variedad queda unida en las manos de la naturaleza; la naturaleza anula las diferencias y las distancias. Es principio igualador y, en ese sentido, es todo lo contrario que un plural: es fuerza que singulariza lo que se había pluralizado. La naturaleza aglutina.
Naturaleza también es ausencia de esfuerzo: es en ese sentido que decimos que Roger Federer parece ser un tenista natural, que parece haber nacido para jugar el tenis. No le vemos la transpiración, no tiene músculos grandes, no se inmuta si está a un punto de ganar o perder un Grand Slam. Sin embargo, la ausencia de esfuerzo es muchas veces un esfuerzo extra: esto es el como si kantiano para el arte. El arte debe, para Kant, ser como si fuera naturaleza; esto implica no mostrar el esfuerzo, no mostrar la técnica ni los procedimientos, pero esforzarse mucho. Atrás de la apariencia de naturaleza, en Roger o en el acto de escribir, entonces, hay trabajo, hay no-naturaleza.
La naturaleza, en la literatura, y en el tenis de Federer, claro, es una apariencia. Esto equivale a decir que la naturaleza es allí, en verdad, naturalidad. Naturaleza y naturalidad son dos cosas muy distintas. La primera es un monolito, la segunda es un proceso de mímesis de la primera. Pensamos aquí que la escritura es una línea que une naturaleza con naturalidad y naturalidad con naturaleza, que tiende más hacia una o más hacia la otra. Un terreno en el que la tensión entre la naturaleza y el trabajo se pone de relieve. Hay escrituras que apuestan al artificio y hay otras que apuestan a la naturaleza. La primera apuesta puede cumplirse cabalmente, puesto que el artificio es el terreno de nosotros los humanos; la segunda apuesta, lamentablemente, sólo puede realizarse en parte, muy en parte, en parpadeos, en instantes.
Restar movimiento también es una forma de acercarse, mediante el artificio, a una naturaleza. Es por eso que los personajes de Beckett se quedan quietos, es por eso que una de las ensoñaciones más deliciosas que Rousseau se guarda para sí es la de estar flotando en un lago. La inmovilidad es no esfuerzo, es estar más cerca de algo que no sea artificio. El artificio está más ligado al movimiento, a la velocidad. O también puede ser al revés, por qué no. Pero la imagen de la flecha del progreso que se mueve rápido para adelante es la que, en la Ilustración, apunta en la dirección del artificio. Rousseau prefería quedarse quieto. No prefería ir hacia atrás: tenía en claro que un retorno a la naturaleza primera es del todo imposible. Pero quedarse quieto, no ir tan rápido, dirigir mejor la flecha, pensar antes de salir corriendo, eran opciones más de su agrado.
El lenguaje también puede quedarse quieto. Se queda quieto cuando juega consigo mismo hacia adentro de sí mismo, cuando evita la narración, cuando no avanza en la acción. Los procedimientos experimentales con el lenguaje quieren una detención del movimiento, o quieren que el movimiento sea rotatorio, no lineal. Cuando el lenguaje hace estas inflexiones, es decir, cuando alguien que escribe se las impone, el lenguaje está buscando algo de su propia naturaleza e, incluso, puede llegar a descubrir algo, algo muy pequeño, de su propia naturaleza. A la vez, cuando entra en estos giros sobre sí mismo, el lenguaje está utilizando su propia naturaleza, aunque no sepa del todo cómo definirla. Cuando experimenta consigo mismo, el lenguaje a la vez pone en uso e investiga su propia naturaleza, sea esa lo que sea.
II
Hay un elemento clave entre la naturaleza y la naturalidad. Es la distancia. La naturaleza queda asociada a la cercanía, a la mismidad, a la organicidad. La naturalidad se arma a partir de los pasos que nos van alejando de una naturaleza. La distancia es una clave anti-racional. Es decir, vaya uno a saber por qué, pero de alguna forma parece que hemos aprendido que estar cerca es muy bueno. La ciencia, quizás, nos lo ha sugerido: examinar de cerca los hechos naturales, contabilizar, razonar a partir de la observación. Pero no la podemos culpar sólo a ella. El realismo en todas sus variantes ha tenido también su parte en el asunto: la descripción exhaustiva, la verosimilitud, el efecto de realidad. Todo eso implica un apego tan tremendo a la cercanía (y a la naturaleza, entendida demasiado unívocamente) que nos hace sufrir el menor atisbo de distancia. Y nos hace sufrirlo en muchos sentidos, no sólo en sentidos literarios o científicos. El imperio de la cercanía hace que le tengamos miedo a la distancia, como si estando un poco lejos pudiéramos perder algo: perder el control, perder las riendas, perder el poder de predecir o de decir, o la posibilidad de conocimiento verificable, directo, rápido.
Los males de la cercanía son muchos. La verificación es uno de ellos. Verificación en ciencias exactas y sociales, verificación en periodismo, verificación para nuestras lecturas académicas de literatura. Para verificar, uno tiene que estar cerca de los textos o de los acontecimientos o de las cosas, tan cerca que puede reproducirlos, citarlos. Igual de cerca de los experimentos tiene que estar uno si uno es un científico. Igual de cerca de las fuentes si uno es periodista. Es entendible, claro, pero insoportable. La distancia, en esta línea, queda asociada con la improvisación, con el descuido, con la tontería, incluso con la negligencia. Como si uno no tuviera el derecho de decir algo sin atestiguar con una realidad cercana.
Hay que saberlo: la cercanía es una trampa. Ocurre que todos los bienes que supuestamente vendrían acarreados con la cercanía se desvanecen en el aire ni bien uno llega a tocarlos. La cercanía excesiva produce distancia excesiva, lo que es más o menos lo mismo que decir que el sueño de la razón produce monstruos. Es como el camino de ascensión platónico: queremos ver la idea, la Gran Idea, queremos acercarnos más y más y más. Pero si llegáramos a ver del otro lado de la cortina los ojos se nos quemarían para siempre, o el entendimiento se nos nublaría con una tormenta interminable. Platón tiene el buen tino de postular que esa gran idea gran sólo se puede entrever por uno o dos segundos, y nada más. Hay que contentarse con eso.
El extremo absoluto de la cercanía, el ideal devenido monstruo, es la igualación. Estar infinitamente cerca de una cosa es ser esa misma cosa. La cercanía máxima es la de la identificación absoluta. Es ser un objeto natural en un entorno natural: una piedra en el fondo de un lago. En este sentido, estirada en sus implicancias, la cercanía anula las diferencias, anula el punto de vista, anula la tensión sujeto/objeto, o sujeto/sujeto, u objeto/objeto, u objeto/sujeto. Esta idea de asimilación completa mediante la máxima cercanía es la que opera en la imagen del Big Bang y del Big Crunch: un punto sin distancia, sin dimensiones, sin tiempo que corra, un punto que incluye todo, que es todo. En ese sentido, ese punto, piedra angular para toda posible teoría del todo, no es muy diferente del paraíso religioso o de la naturaleza romántica o de cualquier “otro lado” postulado por cualquier teoría estética, mística, metafísica o lo que sea: se trata siempre de espacios en los que las diferencias quedan borradas porque ahí todo es lo mismo que todo.
Pero lo bueno de la palabra ideal, según la venimos usando, es que además de imponer modelos y de hacer que tanto la razón como la práctica se estiren al máximo, también encierra en sí misma la solución a los problemas que plantea. Allí un ideal, nos decimos, y empezamos a estirarnos para alcanzarlo. Después de mucho tiempo en el estiramiento, con el cuerpo y la mente ya demasiado elongados, nos damos cuenta de que eso no va a funcionar nunca, de que nunca vamos a alcanzar ese ideal, sea cual fuere, amoroso, laboral, literario, lo que sea. Y este momento de iluminación final, en verdad, estaba desde el principio postulado en la palabra “ideal”. ¿Qué es un ideal si no una cosa que queda muy, muy lejos? Mientras que el ideal como objeto final postula la máxima cercanía, el ideal como proceso postula la pura distancia. Hay mucho, mucho camino que andar de aquí hasta llegar a ese punto brillante que es cualquier ideal.
Así es como, malogrados nuestros intentos de ser pura cercanía con las cosas, con los hombres, con los temas de nuestra escritura, llegamos a amigarnos con la noción de distancia. Así es, también, como Rousseau se fue volviendo más y más misántropo. Estar lejos no es tan malo, nos decimos primero. Estar lejos está bastante bien, nos decimos después. Y aquí tiene que venir ya un elogio de la distancia. De la distancia y de cualquier línea que no sea recta: un elogio de las diagonales, de las tangentes, de los desvíos, de los recorridos circulares. Shklovsky decía que una literatura o una estética no pasa de padres a hijos, sino de tíos a sobrinos. Líneas diagonales.
III
Es aquí que la idea y la sensación de distancia empieza a ser importante para pensar la escritura, al menos del modo en que aquí la pensamos. Escribir es tomar distancia de algo. Si estuviéramos cerca no habría nada que decir. Una carta es distancia entre emisor y destinatario. La primera palabra escrita en una cueva es distancia entre el lenguaje y la cosa. Escribir es tomar distancia de lo que se ha leído y de lo que se ha escrito antes. Escribir es tomar distancia del mundo, también, del objeto a escribir, de la historia misma a narrar. Pero, paradójicamente, y aquí el corazón de este elogio de la distancia, lo que la cercanía no logra hacer con su esfuerzo racional la distancia puede llegar a intuirlo con su resignación. A la razón del impulso de cercanía, la distancia opone la potencia oblicua de la intuición. Queríamos estar a cero milímetros de una cosa y nos quemamos los ojos. Ahora que estamos lejos podemos intuir algo, imaginar algo, poner imágenes, poner emociones: poner lenguaje. Los ojos los tenemos intactos pero ya no nos hacen falta. No hay nada que mirar, nos queda sólo intuir.
Si es una lectura lo que impulsa una escritura, por ejemplo, ese acto de escribir se puede entender como una suma de diferencias. Hay lecturas que están antes de la escritura. Esas lecturas pueden estar más cerca o más lejos de la escritura, pueden influir más o menos, pueden entrar más o menos voluntariamente en la escritura. Pero lo que siempre será verdad es que la escritura las aleja. Si es la idea de una historia lo que determina la escritura, ocurre lo mismo: el acto de escritura se puede pensar como el camino que nos va distanciando de esa historia, que va poniendo palabras entre esa historia como monolito y que la va convirtiendo en literatura. Si es la idea de una forma lo que dispara todo, de nuevo lo mismo: la forma concreta que va asumiendo en el texto la idea previa también es distancia.
También la distancia es una clave para pensar modos en los que la escritura se acerca a sus objetos. Escribir sobre el amor, por ejemplo, o sobre la muerte. ¿Cómo? El único modo de no hacer literatura de contenido es mirar los temas por el rabillo del ojo, mirarlos a lo lejos, poner capas de distancia entre nuestros ojos y el objeto. Que esas capas sean opacas, que estén veteadas, que veamos borroso a través de esas capas. Que esas capas sean a los objetos lo que la atmósfera es a la Tierra: una acumulación densa de elementos que, a la vez que los distancian de su entorno, les permiten vivir por sí mismos. Hay que darles distancia espacial y temporal a los temas y a los objetos, para que pierdan su univocidad, para que se mezclen entre sí, para que diluyan su fuerza en algo que no sea mero tema.
Adorno decía bien que cuando un contenido sedimenta, sedimenta en forma de forma. Para que el proceso de sedimentación sea posible hacen falta dos cosas: distancia espacial y distancia temporal. La primera la provee la materialidad misma de la página: entre el mundo real y el de la representación hay tanta distancia espacial que se impone un cambio de dimensión, o de ontología: entre el objeto representado y aquello que opera su representación la distancia es tan inmensa que deja de ser cuantitativa para ser cualitativa. La segunda distancia, la temporal, no tiene trucos: la provee el tiempo. Quizás uno tarde seis o siete u ocho años en escribir un libro de ficción en ocasión de otros libros, en ocasión de un amor, o en ocasión de una muerte. ¿Hay modos de acelerar este proceso temporal? Si estuviéramos en el ámbito de la gastronomía, un enfriamiento se puede apurar en el congelador. ¿Hay algo parecido en el terreno de la escritura y sus impulsos? O, para volver a la metáfora astronómica, ¿hay agujeros negros que nos lleven de un tiempo a otro, que nos lleven a un futuro en donde nuestro tema ya esté sedimentado? Una respuesta nada más que personal: hacer menos, estar un poco quieto, restar. La teleología es el terreno de la suma; la escritura no debería ser teleológica. Escribir se parece más a restar o a dividir que a sumar o multiplicar. Hacer menos, basta de sumar.
Si seguimos de humor sintético, hay un concepto de la física de partículas que puede ser útil. Libertad asintótica. La libertad asintótica describe un comportamiento extraño y a la vez ejemplar de las partículas subatómicas. A mayor distancia entre dos quarks, mayor es la fuerza que los une; al revés, cuanto más cerca están, más débil resulta su unión. La distancia, de nuevo, gana la partida. Pero uno puede suponer que hay una medida exacta en que la fuerza de la unión resultante no es ni demasiado poca ni demasiado mucha. Y que esa medida, así, algo entre la distancia y la cercanía, un término medio, acarrearía una respuesta a todos nuestros problemas. Estar ni tan cerca ni tan lejos del objeto, del tema, del impulso, en esa línea, sería la solución. La apuesta por lo gris. La distanía: el punto medio entre la distancia y la cercanía.
Si preferimos la distancia, no obstante, faltaría interrogarse sobre sus contras. ¿Puede un tema o un objeto borronearse demasiado, perderse en un horizonte raso y difuso? ¿Pueden las capas y más capas llegar a invisibilizar todo indicio del objeto? ¿Quedan las lecturas previas perdidas en la escritura actual? Nos podríamos preguntar lo mismo acerca de las experiencias, si es que queremos escribir a partir de la vida. Pero, aquí una pregunta más central: ¿realmente importa si aquellas primeras cosas llegan a borronearse? Es decir, la distancia de la escritura con respecto a las lecturas, al objeto, al tema, a la vida, es lo único que puede lograr que la escritura sea por sí misma, que no sea ni esas lecturas, ni ese objeto, ni ese tema, ni ese amor, ni esa muerte, ni esa vida entera. Que sea algo ella sola.
Yamila Bêgné (Buenos Aires, 1983) es licenciada en Letras (UBA) y magister en Escritura Creativa (UNTREF). En 2014 publicó su primer libro de relatos, Protocolos naturales, por Metalúcida y en 2015, El sistema del invierno, en editorial Outsider. Próximamente, publicará Los límites del control. Ha participado en revistas digitales de literatura y en distintas antologías, como Una terraza propia. Nuevas narradoras argentinas (Norma, 2006), El tiempo fue hecho para ser desperdiciado. Antología urgente de nuevos narradores argentinos (Libros del perro negro, 2011) y La frontera durante (Outsider, 2014).