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Cartografías III: capricho espacial


En esta tercera edición del ensayo por entregas "Cartografías", el escritor y navegante nos cuenta sobre el impacto de la ficción en los mapas del agua.

La imagen que tenemos del mundo depende en gran parte de su representación cartográfica. Tendemos a creer en la forma, distribución y tamaño de los continentes y océanos a partir de lo que nos muestran los mapamundis. Desde la escuela nos acostumbramos tanto a ellos que terminamos creyendo en su objetividad. Están confeccionados mediante una proyección Mercator, la más extendida, la que se usa para la mayor parte de la cartografía náutica. Tiene una serie de ventajas cuando el área cubierta no es de altas latitudes y la escala empleada es grande. Justamente lo que no sucede con los mapamundis, que dan cuenta de toda la superficie terrestre en un solo dibujo, incluidos los polos. Para ejemplificar el grado de distorsión introducido, basta mencionar un rasgo que debería saltar a la vista pero tan naturalizado está que pasa como una perfecta mímesis: en el mapamundi tienen igual largo el ecuador terrestre -más de cuarenta mil kilómetros- y los polos, que son puntos. Esta distorsión, creciente hacia los extremos del planeta hace que Europa -situada por latitudes bastante altas- se vea de un tamaño mucho mayor respecto a los demás continentes.

Tal error, puede argumentarse, no es al fin y al cabo mucho mayor que el introducido por diversos instrumentos de medición a los que no se deja de considerar confiables. De lo que se trataría es de conocer sus limitaciones. En el caso de las proyecciones Mercator, por ejemplo, no se las usa para navegación en muy altas latitudes. Pero aquí de lo que se habla es de imágenes, de lo que Umberto Eco llamó concepciones icónicas dominantes: tendemos a ver las cosas de acuerdo con las formas de representarlas propias para determinada cultura en determinado momento histórico. Seguramente un esquimal inuit, que se orientaba para sus navegaciones mediante un mapa hecho de muescas en un hueso de foca, no podría reconocer nada de su territorio en una carta Mercator.

Esas distorsiones son parte de la convención cartográfica. Un cuento memorable de Borges lleva como título “Del rigor en la ciencia”. Refiere que en cierto imperio la cartografía alcanzó semejante desarrollo que se confeccionó un mapa del imperio de la misma extensión que el imperio. O sea un mapa absolutamente inútil. Pero además del precio pagado en inexactitud a cambio de síntesis, en la cartografía también hay una serie de rasgos que la vinculan fuertemente con la literatura de ficción. El capricho, la fantasía y hasta la autobiografía del que nombra. Caletas, golfos, bahías, montañas llevan el nombre de personas queridas por quien les impuso el nombre. El temible estrecho de Lemaire -que separa la Isla Grande de Tierra del Fuego de la Isla de los Estados- fue bautizado así en tributo a quien costeó la expedición holandesa que lo descubrió para occidente. Juan José Saer -que conocía muy bien “la capacidad del lenguaje de incrustar espejismos en la imaginación- dedica un maravilloso pasaje de El río sin orillas a la toponimia de los ríos argentinos. Y luego se extiende a una zona de nuestro litoral patagónico en el cual una sucesión de accidentes geográficos parece condensar una historia de (des)amor: “bahía Engaño, punta Desengaño, bahía de los Desvelos”.

La lucha toponímica, o sea la lucha política por imponer nombres a los lugares, suele aparecer en las ficciones de Haroldo Conti. Implícita en cuentos como “Marcado” o la novela Sudeste. Los lugares suelen ser nombrados un par de veces: según los nombra el Estado y según los nombran sus habitantes. Esa lucha se hace explícita en el su último texto antes de ser desaparecido: la crónica “Tristezas del vino de la costa o La parva muerte de la isla Paulino”, publicada en abril de 1976 en la revista Crisis. Un nombre y viejos cuarterones desencadenan el deseo de viajar y de escribir: “¿Qué isla es esa Paulina?”. En verdad, la isla se llama Paulino. Y se llama así porque es el modo en que la nombraron los trabajadores de las ciudades cercanas que la frecuentaban durante sus días libres. En los mapas figuraba Monte Santiago Este. La fama de los tallarines que amasaba en su recreo costero don Paulino Pagani pudo más.

Navegando entre las olas del Banco Burdwood a bordo del pesquero soviético Nikolain Afanasiev, tuve noticias acerca de cuánta ficción admite la cartografía. Algo alarmado, me dirigí a Igor, piloto de guardia. Al trasladar a la carta la posición tomada del navegador satélite, me encontré con que arrastrábamos nuestras redes sobre un arrecife. Igor sonrió. Miramos la sonda ecoica: doscientos y pico de metros de profundidad. Me invitó luego al cuarto de derrota, de la planera comenzó a sacar otras cartas: norteamericanas, del almirantazgo, argentinas. En todas figuraba el insubstancial arrecife: Ajula, Eagle, Águila. Como un fantasma, en el nombre persistía el delirio o el capricho de algún antiguo navegante. A falta de algo más propicio, brindamos con té.

Juan Bautista Duizeide nació en Mar del Plata en 1964. Como piloto de ultramar de la marina mercante, navegó en barcos de carga general, graneleros, petroleros y pesqueros. Trabajó posteriormente como periodista en el área cultura. Publicó en las revistas Sudestada, Crisis, Carapachay, Siwa y en los diarios Página/12, La Nación y Clarín. Algunos de sus libros son Kanaka (novela), Lejos del mar (novela), La canción del naufragio (novela), Alrededor de Haroldo Conti (ensayos). Tradujo relatos de Stephen Crane, Guy de Maupassant y Robert Louis Stevenson.

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