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Edición especial: textos de los alumnos de Espacio Enjambre

Un muerto más

La señora manda siempre a pesar la verdura cuando la traen los lunes. Antonia va a la despensa y se encierra para controlar el pedido. Un kilo exacto. Cincuenta gramos de más en esta bolsa de zanahorias. Dos kilos de papas y cien gramos de yapa. Antonia avisa a la patrona si el verdulero la ha estafado en algo. Luego guarda todo en la despensa. Cajas de arroces y frascos de aceitunas. Galletas marineras y panes de jabón blanco para la limpieza. Todo contabilizado para que los empleados no se roben nada. Después cierra con llave y se la lleva de regreso a la señora que está en su cuarto recostada. Gracias Antonia, dice sin abrir los ojos. Ella vuelve a la cocina y calienta el agua para el té de los señores. Mientras espera el silbido de la pava, pone un saquito en la tetera para no desperdiciar dos. Con uno solo podés hacer más de dos tazas, le habían enseñado. Y ella obedecía como con todo lo demás. En esta casa se sirve en vajilla importada y bandeja de plata todos los días. Después hay que lustrarlo con limpiametales y vinagre blanco para quitarle las vetas. Todo lo que sabe hacer Antonia lo ha aprendido ahí desde que llegó a los dieciséis años. Ya han pasado más de treinta y un sinfín de choferes, jardineros y mucamas. Antonia vino enviada desde la finca de los patrones en Salta. Toda su infancia transcurrió en aquel lugar, criada para servirlos. Su tía la había educado porque su madre nunca la había querido. Ella no entendía por qué, pero de sus tres hermanas fue la única rechazada. Siempre supo que era hija de la señora Eufrasia, quien también trabajaba para los patrones pero en la casa de Salta Capital. Cuando nació Antonia se había mudado a la ciudad. Nunca quiso tener cerca a esa hija: mal-de-amor de madre pensaron todos. Pero con los años se escucharon historias de otros empleados de la Finca acerca de Eufrasia. Que la habían preñado a la fuerza. Que cada hija era de un peón de campo diferente. Antonia nunca preguntó. Tampoco a sus patrones cuando fue enviada a Buenos Aires. Y el tema nunca se mencionó. Cuando murió su madre pidió por primera vez en casi treinta años de servicio que la dejaran ir a Salta a despedirse. Para ese entonces Antonia ya no esperaba saber quién era su padre. Había sufrido todo lo que el cuerpo puede aguantar. Sólo era su deber de hija estar ahí en el último aliento de la mujer que le había dado la vida.

Cuando llegó a la casa, Antonia tenía encargada sólo la limpieza. Luego fue aprendiendo de la doméstica y con el tiempo pasó a ocuparse de la cocina. Esa era la función más importante porque se estaba a cargo de los alimentos. La llave de la despensa la tenía siempre la señora pero se la daba a Antonia cuando llegaban los pedidos. Durante ese lapso, ella era la responsable de aquel tesoro. Los empleados asechaban la comida porque la patrona mandaba a servir las porciones muy justas y se quedaban con hambre. Así que esperaban a que alguien se descuidara para sacar algo. Con el correr de los años Antonia había quedado también a cargo de los empleados. Para el mejor momento de la casa habían llegado a ser siete. Luego los hijos se habían ido a estudiar al exterior. La casa quedó casi vacía, sólo los dos viejos y un perro. La señora decía que gastaba más en alimentar todas esas bocas que en mantener la casa. Los fue despidiendo uno a uno. Antonia limpiaba, cocinaba y administraba la despensa. Ella se acostumbró a comer poco. Después de la cena se hacía un té con el saquito que había quedado de la tarde. Luego se iba a su habitación a ver la televisión. Los patrones le habían permitido tener una tele en su cuarto. Y ella la había comprado con su sueldo en una casa de empeños. En la época de la crisis habían abierto varios por el barrio y la gente llevaba los electrodomésticos viejos a cambio de algunos pesos. Antonia compró una tele blanco y negro que funcionaba perfecto. Tenía una perilla que hacía clá- clá cuando cambiaba de canal. A ella no le importaba que no tuviera color porque podía ver la novela cuando la señora descansaba, y a la noche veía Mirta Legrand.

Pero la señora y el señor estaban ahora muy viejitos. Se habían quedado los tres solos en aquella casa. Antonia recibía los mandados que pedía por teléfono todos los lunes. Cada día subía el desayuno y la comida de los patrones a su cuarto. Y salvo excepciones, permanecían ahí todo el día. De tanto en tanto, si había sol, pedían que se les sirviera la comida en el jardín de invierno. Raramente los visitaba alguien, salvo algún hijo que estaba de pasada en el país para firmar papeles. Los abogados administraban todo el resto: la finca en Salta, el ingenio de Misiones, la casa de la playa. Ambos tenían más de noventa años y llevaban casi setenta de casados. Habían sido un matrimonio arreglado entre familias tradicionales y así habían permanecido. Antonia se había vuelto imprescindible para la señora y ya de grande, no quiso que nadie más la atendiera. Los patrones habían construido un vínculo profundo y tácito con ella. Entre ellos, las palabras sobraban. A la señora le gustaba ese silencio profundo que irradiaba Antonia. Por eso, la dejaba deambular por la casa como si le fuera propia.

Esa mañana Antonia le dejó las llaves a su patrona en la mesa de luz y fue a la cocina a preparar el té. Cuando regresó, la patrona dormía pero el señor se veía demasiado pálido. Antonia se acercó y no escuchó nada en su pecho. Cuando los médicos llegaron, ya era tarde. Por suerte no ha sufrido, repitió ella como autómata todo ese día en el teléfono. La mañana siguiente sería el entierro. Los hijos no llegarían a tiempo así que ya no importaba. Antonia insistió en preparar al señor antes de que se lo llevaran: era el último servicio que le debía a su patrón. Luego de que los médicos abandonaran la habitación, lo vistió con un traje nuevo que eligió la señora para él. Luego lustró sus zapatos y le ató los cordones con un doble lazo para que no se soltaran. Antonia quería que el señor estuviera preparado. Colocó la colonia de siempre sobre el cabello gris que antes había arreglado con el peine de carey. La señora había pedido dormir con él la última noche. Así que Antonia acomodó el cuerpo en la cama para que se recostara a su lado. Los brazos sobre el pecho y las manos, una sobre la otra. Luego bajaría a servir la cena en el jardín de invierno para los médicos y los abogados. Pero Antonia apareció pálida interrumpió la reunión anunciando que las manos del señor estaban calientes. La muerte, con su voraz apetito, todavía no había dejado la casa. La señora la mandó a la cocina de inmediato y le dijo que se guardara sus cuentos de india para otro momento. Sin embargo, ella apenas probó bocado de su plato. Antonia no volvió a hacer comentarios y ayudó a la señora después de la cena a recostarse en la cama donde estaba el patrón. Antes de cerrar la puerta, se despidió dándole las gracias.

Antonia esa noche no miró televisión ni pudo pegar un ojo. En cuanto asomó el primer rayo de sol corrió a la habitación de los patrones y se acercó a la mujer. En su pecho tampoco oyó nada. El cuerpo, como un piano hueco, yacía rígido sobre la cama. Antonia volvió a repetir con resignación la noticia en el teléfono. Ahora sí los hijos llegarían al entierro la mañana siguiente. Antonia pasó el día entero sola con sus patrones como siempre. Al final de la tarde se llevaron los cuerpos a la funeraria. Pero antes preparó a la señora por última vez y se aseguró de que luciera perfecta. El pelo blanco recogido en un rodete. El collar de perlas y un vestido de seda gris. Luego limó sus uñas y las pintó de rojo como a ella le gustaba. El rosario entre sus manos frías. Al siguiente día nadie se acordó de llevar a Antonia al entierro y se quedó sola en la casa, como pasaría durante los siguientes meses hasta que los hijos decidieran vender la propiedad. Antonia ya no tenía ninguna función real allí. Entre todos acordaron darle un pequeño departamento de la familia como indemnización por sus servicios. La tarde que Antonia entregó las llaves, salió de esa casa con el televisor blanco y negro, una tetera de la señora y el último perro de los patrones que quedaba por cuidar.

Mariana Mercedes De Marinis, nacida en Buenos Aires en 1980. Licenciada en Letras en la Universidad de Buenos Aires, con especialización en el área de Teoría y Análisis literario. Asistió al Taller de Narrativa dictado por el escritor y Psicoanalista Nicolás Poliansky entre el 2006 y 2009. Actualmente cursa un taller online en Espacio Enjambre. Cursó talleres de literatura y cine en la Ciudad de México, donde vivió entre 2009 y 2013. Trabaja en la actualidad como escritora freelance y analista de tendencias para diversas agencias de tendencias e investigación de mercado en el exterior.

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