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Edición especial: textos de los alumnos de Espacio Enjambre


El regalo

Mientras prepara fideos moñitos, los preferidos de Bauti, Mara ve que entran un montón de mensajes en el grupo de whatsapp de las madres del jardín. Una más pelotuda que la otra, piensa pero igual se fija de qué están hablando. Se acerca el día del maestro, dice una. Uy, tenés razón, dice otra. Compremos ropa de marca, de última la cambian, comenta una más. ¿Y cuánto juntamos?, preguntan dos al mismo tiempo pero nadie contesta. Mara sonríe, sabe que las madres tardan en responder porque no se animan a proponer un número, ninguna quiere que las demás la critiquen por ser medio rata. Ojalá no arreglen mucha plata, piensa y mete el tenedor en la olla de agua hirviendo. Saca un par de fideos, los prueba; un minuto más y va a colarlos.

-Ponete las medias que ya comemos. –dice asomándose por la puerta de la cocina. Bauti, en pijama, está mirando dibujos animados.

Así, los dos sentados a la mesa comiendo los fideos con manteca y un poco de queso es como si nada malo hubiese pasado, como si su familia hubiera sido siempre de dos. Mara sabe que cenar viendo la tele es una mala costumbre pero desde que Esteban se fue es más fácil así.

Antes de acostarse chequea el teléfono. Hay tres mensajes nuevos en el grupo de madres: una dice que pondría doscientos, otra que con menos de eso no hacemos nada, el tercer mensaje dice que tal cual, doscientos es perfecto. Y de repente empieza a entrar un emoticón tras otro, todos de manos con el pulgar levantado y entonces Mara, antes de apagar la luz, también da okey porque, aunque casi no le queda plata para terminar el mes, no quiere que su hijo se quede afuera.

Ya son las dos de la mañana, otra noche sin poder dormir. De la habitación de al lado le llegan los ruidos que hace Bauti mientras duerme, pequeños ronquidos, el roce de las sábanas cada vez que se da vuelta en la cama, ruidos que sabe mínimos pero que le llegan amplificados. Si tan solo pudiera dormirse pero es imposible. No para de pensar en Esteban, hace ya ocho meses que no le pasa la mensualidad, su sueldo de diseñadora no alcanza. Ahora encima le duele la cabeza, no se va a dormir más. Va a la cocina y se sirve un vaso de agua. Saca la libreta de la cartera, es de un verde claro que le encanta, Esteban se la dio en Navidad con una dedicatoria que decía: “Una diseñadora sin una Moleskine1 no es diseñadora”. En ese momento Mara no podía imaginar que ese sería el último gesto lindo de su marido. En la libreta, doblada en cuatro, tiene la nota del administrador del consorcio, hace ya seis meses que no paga las expensas, si no se pone al día, la semana que viene le van a mandar una carta documento. Dobla la nota y la guarda en la parte de atrás de la libreta. Adelanta las hojas hasta llegar a la última que tiene escrita y apunta las deudas de este mes en dos columnas: una para la descripción, otra para el importe. Suma sin contar las expensas. Redondea. Cuatro mil seiscientos.

Vuelve a la cama. No se duerme pero estando ahí aunque sea descansa el cuerpo. La cama le queda grande, quizás por eso le cuesta dormir. No, no es eso. Se da vuelta y se pone boca arriba. Cuatrocientos pesos, dice en voz alta sin darse cuenta de que estaba hablando. Después de la compra que hizo en el súper no le queda más que eso. A sus viejos ya no puede pedirles, ellos tampoco tienen un mango y ya le dieron todo lo que podían. Me olvidé de anotar lo del gas, piensa. Se levanta y va a escribir en la libreta, no tiene que olvidarse. Suma. Cuatro mil setecientos ochenta y seis. Tendría que conseguir una garantía y sacar un crédito. Que máquina de pensar pavadas, ¿de dónde va a sacar ella un garante? Bauti la está llamando así que va hacia la pieza de él. Tuvo una pesadilla pero no quiere contársela, dice que contar le da más miedo y aprieta fuerte los ojos.

-Dormite tranquilo, mi amor, mami se queda con vos –Mara le acaricia el pelo castaño y suave.

Está sentada en el banco de la plaza, tiene puesto el solero a rayas y las sandalias esas de taco que le gustan. Llueve, más bien garúa así que aunque no tiene paraguas no se está mojando mucho. Bauti juega en el arenero, tiene un rastrillo rojo y lo pasa despacio por la arena. Muy despacio. Ella mira al cielo, aunque llueve salió el sol. Cuando baja la cabeza, de a uno, desaparecen todos los chicos que jugaban alrededor de Bauti; también desaparecen las mamás que los estaban cuidando. Mara tiene una sensación extraña pero como solo garúa, se dice que está bien, nada malo va a pasar. Saca un alfajor de la cartera, a Bauti le va a dar hambre en cualquier momento. Empieza a llamarlo y él la mira, corre hacia ella, tiene una sonrisa enorme, es tan hermoso. Mara siente un tirón en la mano, ya no tiene el alfajor, ¿dónde está? Cuando levanta la vista, Bauti también desapareció pero ella lo escucha gritar, grita tan fuerte que ella se despierta sobresaltada. Le duele el cuello, se quedó dormida en el piso al lado de la cama de él. Se levanta con dificultad, mañana va a tener el cuello duro todo el día. Antes de salir de la habitación de Bauti, lo tapa bien hasta arriba de los hombros. Después va al baño a hacer pis y vuelve a su cama. Tendría que ir a terapia pero con qué plata. Ya son las cinco y veinte, tiene que levantarse en menos de dos horas.

A las siete suena el despertador, algo debe haber dormido pero está cansadísima. Mueve el cuello para un lado y para el otro, escucha el crac de sus huesos. Mientras prepara el desayuno entra un mensaje nuevo al grupo de las madres. ¿Quién junta?, dice una, nadie responde. Mara sirve el agua caliente en la taza de té mientras revuelve cacao en la leche para Bauti, que todavía duerme. A mí se me complica, escribe una. Perdón, yo tampoco puedo, se excusa otra. Mara abre un paquete de galletitas. De pronto hace la cuenta: doscientos pesos por veintitrés chicos. El saquito de té ya tiñó el agua, lo pone en un plato. Doscientos por veintitrés. El corazón se le acelera. Casi sin pensar escribe: yo junto. Lo manda. Espera, nadie responde. El corazón le bombea, mejor distraerse con otra cosa. Lleva las dos tazas a la mesa del living. Vuelve a la cocina, abre la libreta en la hoja de las cuentas, la cierra. Agarra la azucarera pero no alcanza a llevarla al living porque suena el celular y suena y suena: manos con el pulgar levantado de todas las mamás. Doscientos por veintitrés. Tiene la boca seca. El teléfono sigue sonando, ya no lo mira. Sabe que lo va a lamentar pero esa misma tarde a la salida del colegio empieza a juntar la plata.

Marina Gomel es Licenciada en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires, es Redactora Publicitaria y ha realizado, entre otros, un posgrado en Creatividad. Ha recibido premios nacionales e internacionales por su labor publicitaria. Se ha formado con Liliana Heker y Hugo Midón. Tiene un libro inédito de cuentos. Actualmente está trabajando, como siempre, en varios cuentos a la vez y también en su primera novela.

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