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Edición especial: textos de los alumnxs de Espacio Enjambre


Pollito

Hace frío, o es el viento. O hace frío y hay mucho viento, que es lo peor, cuando se juntan. Y estas ganas de llorar que no puedo ni mencionar a nadie, ni a mis papás ni mucho menos a Mauro. Jamás a Mauro, que ve esto conmigo. Qué ganas de llorar. Mi panza está inquieta, no quiere quedarse ahí dentro, quiere salir a gritar, a sacar afuera todo esto que se revuelve.

Eulalia me había regalado un pollito. Me entraba en una mano, y hacía el mismo sonidito que el canario de Eulalia. Bastó jugar unos minutos para saber que lo quería, que esa sensación de ser el guardia, el único refugio de un ser cuya vida puede dejar de existir ante cualquier soplo inesperado, cualquier movimiento no previsto, tenía que perdurar. Quería ese pollito, pero más quería que ese momento se prolongara. Debía ser eterno, ese pollito no podía crecer, no se podía ir de mi mano.

Hicimos una caja de cartón, una caja que era perfecta. Eulalia me dio maíz picado, pero me dijo que no le diera mucho al pollito, ya que ensuciaría todo y hasta podía deshacer el cartón con su caca líquida. No me preocupé por las futuras provisiones de comida, porque sé que maíz picado consigo seguro, hay un galpón lleno de maíz al lado de la guachera que está pasando la tranquera, y sé usar la trituradora. Sólo tengo que preocuparme por picar suficiente antes de volverme a Buenos Aires, para que dure toda la semana y que el pollito no pase hambre en mi ausencia. Eso voy a hacer. Y le pediré a alguien que le ponga agua… No, al Colo no. El Colo es malo y siempre nos reta por cualquier cosa que hagamos. Creo que le voy a pedir a Forti, que siempre es bueno con los chicos y nos deja jugar en donde queramos, sin importarle si se asustan los terneros o si le desordenamos las herramientas.

Hace frío, así que le pedí a Mamá si el pollito podría dormir dentro de casa, pero me dijo que no. Que los pollitos viven afuera, a la intemperie, y que ellos están acostumbrados. Así que lo dejé bajo el alero del techo, por si llovía o caía helada. Y le cerré la tapa de la caja, para que no pasara tanto frío.

Pero después… Después vino eso. Ella lo vio. Ella vio que nosotros, Mauro y yo, jugábamos con un pollito. Y desapareció. ¿Cómo iba a pensar que se había ido en bicicleta hasta lo de Eulalia?

Ella es mayor que nosotros, pero como nació con no sé qué enfermedad, a veces hace cosas de chicas de menor edad. Todos sabemos que ella tiene problemas, que las tareas que los demás resolvemos en unos segundos, por ahí a ella le llevan un rato. Sabemos que muchas veces no entiende los chistes, y entonces hay que tener cuidado de que no se enoje con nosotros. Porque se enoja mucho, muchísimo. Como no se pudo enojar por esa enfermedad, ella ahora se enoja todo el tiempo por cualquier pavada. Y rompe cosas, las tira, grita, golpea la pared a veces. Y nos araña, nos patea.

Todos sabemos algo, pero no se puede decir lo que sabemos. Ella tiene que sentir que es igual a nosotros. Ya lo dijo Papá: la tenemos que tratar igual que a todos, todos los chicos somos iguales. Así que no hablamos de lo que le pasa a ella. Tampoco estoy muy seguro de qué es lo que le pasa. Lo único importante es que la tenemos que tratar igual que a los demás, pero con un poco más de cuidado. Hay que cuidarse porque si se enoja, tal vez también se enoje Papá, porque ella tiene problemas, y él se enoja más porque no puede reconocerlo.

Ella es la zona esponjosa que siento acá adentro.

Por todo eso, lo que veo es un sacudón, un espeluzne. El viento frío, las palmeras y su ruido, la llovizna de invierno, esa que no necesita nubes para caer. Y ella, por el camino de tierra, con un pollito en sus manos. Otro pollito.

Porque ella quiere lo que tenemos los demás. Ella quiere una vida normal, y en la vida normal te regalan pollitos. El pollito se debe estar muriendo de frío, no está en una caja, pero ella quiere tener la vida normal, entonces lo tiene en sus manos. Tiembla de frío ella, y tiemblo yo.

Alguien sacó mi zona esponjosa ahí afuera, a la intemperie, al viento, y ahora mi zona esponjosa está a la vista de todos. Me da mucha vergüenza: ni yo quería ver esa zona. Quiero que esté guardada, bien adentro, que nadie la vea. Y mucho menos quiero verla yo.

Y Mauro no se calla. Dice que está loca, que se le va a morir. Que el pollito no tiene la culpa de que ella siempre nos quiera imitar. Quiero que se calle. Pero no se lo puedo pedir, mirá si se da cuenta de lo que me pasa. Que Mauro se calle, ya. Que desaparezca, o que se quede ciego y no vea esto, que es mi zona esponjosa, temblando de frío.

Mamá nos reta, nos dice que le digamos a ella que ponga su pollito en la misma caja que el mío. ¿Eulalia no le dio caja? ¿La tiró? No lo sé, prefiero ni hablar, ni mucho menos saber. Casi nunca quiero saber sobre las cosas que le pasan a ella. Lo que vi ya es suficientemente tremendo como para encima ahora tener que escuchar algo que no quiero.

Cae la noche, se calma el viento, dejamos los pollitos en la caja, con agua y maíz.

Me levanto congelado pero no quiero desayunar, quiero ir a ver los pollitos. Pero Mamá no me deja salir de la casa sin antes tomar el Nesquik caliente, sin que coma algo. Me apuro, me quemo con el Nesquik, quiero terminar rápido. Y entonces sí, salgo corriendo, antes que ella se levante, a ver la cajita. Abro la puerta, y apenas reparo en el manto blanco que cubre el campo y el sol oblicuo, que no calienta nada, que se refleja con holgazanería en el techo improvisado de cartón. Abro el techo.

Y ahí están. Los dos muertos. De frío, de sed, de hambre, de una enfermedad previa, o no sé de qué. Pero muertos. Dos peluches amarillos, sin ningún calor. Sin ninguna gracia. Sin ningún sonido.

No hay juguete que se me haya roto que me haya dolido más. Era su guardián, y se me murieron. No los pude cuidar, y no la pude cuidar a ella. Se me agranda la zona blanda, se expande, me abarca por completo. Pero no lloro.

No quiero verla a ella. No quiero verlo ni mucho menos hablar con Mauro. Me voy al campo; me pongo las botas y salgo, lejos. Lo más lejos que se pueda. No quiero ver su cara cuando sepa. Ni quiero, por nada en el mundo, escuchar a Mauro. Sé que la va a culpar a ella, y eso sí que no lo puedo aguantar. Mejor me voy, y vuelvo cuando el sol traiga un poco de calor. Me voy, camino a la luz, fuera del cerco de árboles que rodea la casa, al pastizal. El pastizal cruje ante mis pisadas: fue fuerte la helada. De a ratos, piso mucho pasto, más del necesario. Zapateo. Quiero que el pasto cruja bajo mis pies, quiero que se rompa algo, quiero tener poder sobre ese pasto, y quebrarlo, romperlo bien roto. Odio el pasto.

El sol sigue oblicuo, alumbrando con pereza, negándose a ablandar las durezas del pastizal. Y el viento, finalmente, me vence: debo volver.

Algo me persigue. Es una visión que me va a acompañar toda mi vida. Es ella, por el camino de tierra, con ese pollito en la mano.

Llego a la casa mientras ella desayuna. Me siento a la mesa. Decido que voy a volver a desayunar. Le pido que me pase el Nesquik. Hoy no hará calor en ningún momento.

Marcos Fontela nació en 1973. A pesar de que su escritura y su DNI sugieran que es de Castelli, Provincia de Buenos Aires, vive en la Capital Federal. Es economista y padre de dos hijos. Actualmente se dedica al desarrollo de cursos virtuales en varios idiomas.

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