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Edición especial: textos de los alumnxs de Espacio Enjambre


Todas lo escuchamos llorar

Me acuerdo que mi madre decía que había húngaros en todos lados y era muy fácil encontrarlos: bastaba con ir al cine, al teatro, o a algún bar concurrido, preguntar en húngaro quién se había tirado un pedo y esperar alguna risita delatadora.

Después averiguábamos, sí o sí, en qué año habían venido. Esto era de crucial importancia, una línea divisoria marcaba ideología y religión: quienes habían llegado antes del ’45 venían huyendo del nazismo, los que aparecieron después, se escapaban de los soviéticos. Existían excepciones, pero se contaban con los dedos la mano.

Crecí escuchando historias trágicas de los que no pudieron salir, la mayoría de la familia de mi padre, y otras como la de los Molnar, que tenían mellizos, y sólo tenían plata para salvar a uno de los dos. O historias de inmigraciones duras, como la de mi madrina Marta Bielek, que sobrevivió escondida en un barril, y llegó a Buenos Aires comiendo únicamente manzanas. Pero la historia más trágica de todas me la contó ella, Marta, una vez en el Tigre. Para mí la tragedia ocurría en Europa, esta había pasado acá después de la guerra.

Estábamos en el muelle de su casa, tomando sol. Marta sentada en una reposera usando una maya negra enteriza, siempre esbelta, elegante. En esa época usaba el pelo corto, moderno, teñido de un rojo oscuro. Tenía sus anteojos de leer y el diario en la mano. De vez en cuando revolvía un vino con hielo que no parecía interesarle demasiado. El tintineo de la cucharita empalmaba justo con la música clásica que venía de la casa.

Yo estaba acostada sobre una toalla, estrenando una bikini de dos piezas, mi panza blanca delatando que era una de las primeras que usaba. Intentaba leer algún apunte de la facultad. Tenía 20 años y creo que ya estaba estudiando medicina. A diferencia de mis hermanas que se habían casado jóvenes y dedicado a sus familias yo había querido ser médica, como Marta. Ella había estudiado medicina en Budapest, cuando llegó a Buenos Aires tuvo que revalidar la carrera y después se convirtió en una de las primeras mujeres en ser psiquiatra de niños.

Me acuerdo que de chica siempre me regalaba una moneda de oro para mi cumpleaños, cuando empecé a estudiar medicina le pedí que en vez de la moneda me diera dinero para comprar los libros de la carrera.

Pensé que se había quedado dormida por lo callada que estaba, pero de pronto soltó un grito. Estaba jugando la partida de bridge semanal que salía en el diario. Me contó que había ganado unos puntos con una buena jugada que le había enseñado hace tiempo su amigo Peter.

-¿No te ácuerdas de Peter? ¿Cómo que no? – me preguntó con su fuerte acento húngaro. Marcando todas las “s” y acentuando la primera sílaba de algunas palabras.

-No sé quién es, Marta.- estaba más concentrada en mi bronceado que en el quién era quién de la comunidad húngara judía. Atardecía y los reflejos del sol en el agua no me dejaban ver si mi panza se estaba quemando bien.

-El hombre de los anteojos culo de sifón que éstaba el otro día en el club. Que había llegado tarde al bridge.

-Ah sí.

-Lo de él es muy triste.

-¿Qué cosa?

-¿Ah, no sábes la historia? Bueno, a él allá le pasó algo parecido a lo que me había pasado a mí. Estudiaba abogacía, y un día lo écharon de la facultad, por esto de los cupos de los judíos. Él no tenía familia, así que vendió sus cosas y se vino. La conoció a Ilonka en el barco. No sábes lo bella que era Ilonka, eh. Y muy élegante. Tenía el pelo bien cólorado, se parecía a esa actriz, cómo se llama, ¿no sábes como se llama?

-¿Qué actriz, Marta?

-Bueno no ímporta, Evi. Peter consiguió trabajo en la curtiembre de los Gutman. Tuvieron dos hijos. Se habían comprado una casa en Mar del Plata y véraneaban ahí. Peter a veces iba y volvía a Buenos Aires por trabajo. Un sábado al mediodía volvió a la casa de Mar del Plata. Ilonka y los chicos no éstaban. Los buscó por todos lados. Se dio cuenta de que el auto estaba en el garaje. Pero ábollado. Llamó a la policía. Finalmente la éncontraron a Ilonka en la playa, con la ropa toda mojada. Éstaba pálida y sólo repetía la frase “no hay nada, no hay nada, no hay nada”. Los cuerpos de los chicos áparecieron al día siguiente en la basura.

Marta hablaba seria, solemne, pero sin emocionarse, hablando en el mismo tono que hubiese usado para describir con detalle el cuadro psíquico de algún paciente. Me la imaginaba diciéndole a alguien cosas como: “Lo lamento, el daño neurológico es írreversible”.

-Nunca se supo bien qué pasó. – continuó. -Ilonka estuvo ínternada mucho tiempo. Peter me la trajo un día, quería que le haga, cómo se dice, hipnosis. Pero bueno, sábes muy bien que no sirve eso, hasta Freud lo dijo. Pero era un caso tan particular.

Marta paró de hablar un momento, se reclinó en la silla y la mirada se le perdió en el arroyo que corría frente a la casa. El arroyo Esperita, me acuerdo porque me hacía gracia el nombre, sonaba como a una pequeña espera, algo muy propio de cómo transcurría el tiempo en el Tigre. Marta siguió hablando con los ojos clavados en el agua, pero como mirando hacia dentro.

-No estaba fúncionando bien la hipnosis y me di cuenta de que podía ser que Peter la pusiera nerviosa, así que le pedí que se fuera. Ahí dio resultado y pudimos réconstruir más o menos lo que había pasado ese día. Se había lévantado, había ármado un picnic para llevar a la playa: mílanesas cortadas en pedacitos chiquitos, para comer sin cubiertos, dos choclos y una coca. Los chicos se éstaban peleando en la cocina. Para hacer el picnic más rápido les pidió que fueran a elegir juegos de playa, de esos para jugar con la arena. Término el picnic, lo cargó en el auto, se subió, llamó a los chicos. Hizo marcha atrás. Eso me lo contó todo. Me dijo que sintió un golpe y después más nada. Le preguntaba y me seguía diciendo no hay nada, no hay nada, no hay nada. Volví a preguntar y volvió a repetir: nada, no hay nada.

-¿Entonces los atropelló?

-No sé.

- Si estaba abollado el auto.

-Sí pero esos autos no se ábollaban de la nada, eran duros. Dos niños no abollan un auto.

-Tal vez se fue y chocó después.

-Puede ser. Puede ser.

Nos quedamos en silencio unos segundos. La música clásica había dejado de sonar. De pronto sentimos un aire fresco y Marta se puso un saquito sobre los hombros.

-¿Y qué pasó con Ilonka?

-¿Ilonka? Un día se tomó todas las pastillas del frasco que le daba la enfermera.

-¿Pero tenía algo antes de eso? ¿Digo, algún problema psíquico?

-No párticularmente. Pero bueno, la guerra a todos nos deja marcas, Evi.

Dos años después me lo crucé a Peter en una fiesta de año nuevo. Ahora vivía en el sur, tenía un criadero de truchas, que ahumaba y después vendía en Buenos Aires. Me acuerdo que se había emborrachado, me había mirado el escote. Yo le había dicho a mi padre y nunca más lo invitaron. Después me dio culpa. Tal vez no me había mirado de esa manera, pero lo había hecho de un modo tan particular, tan intenso, que yo sentí que me atravesaba. Una forma desesperada de alguien queriendo agarrarse de lo que sea.

Igual mi padre de vez en cuando lo iba a visitar, comían truchas, jugaban al bridge, fumaban. Siempre volvía transformado de esas reuniones, como apagado.

Mi padre llegó acá en el 38, con un contrato de trabajo en una fábrica textil. Perdió a toda su familia en el 45, cuando los nazis entraron en Hungría. A pesar de todo seguía yendo al templo los viernes, sin decirle a nadie, creyendo en algo, casi en secreto. A nosotras ni nos habían hablado de nuestro origen judío. Por eso nos habían bautizado y Marta era mi madrina.

De eso no se hablaba, había que mirar hacia adelante.

Un día volvió de un encuentro con Peter más ensimismado que de costumbre. Todavía vivíamos en el departamento de Canning. Yo estudiaba en mi cuarto, mis hermanas se peleaban por el teléfono de la cocina para hablar con sus novios. Mi padre nos saludó y casi sin mirarnos se encerró en el baño, señalándose la panza con un gesto de que algo le había caído mal. Mis hermanas no lo registraron. Pero yo vi que cuando se sacó el sobretodo gris y apoyó el llavero en la entrada, las manos le temblaban. Se encerró en el baño. Todas lo escuchamos llorar. Afuera sólo se escuchaba el gorgoteo de las palomas, la ciudad sonaba lejos, como si estuviéramos en una isla. El sonido agudo y espasmódico del llanto invadía las habitaciones, parecía inundar el pulmón de manzana al que daba nuestro departamento.

Mi madre preparó la cena: rakott krumpli, algo así como un pastel de papas, un plato favorito de mi padre. De postre unas makós, las masitas de amapola. Ella nos dijo que pusiéramos la mesa con la vajilla de Hérend, y el mantel elegante. Después de unas horas mi padre salió y comimos los cinco en silencio.

Paula Eleod nació en Buenos Aires en 1986. Luego de cursar dos años de dirección cinematográfica y otros tantos de antropología social, estudio fotografía en la Escuela de Andy Goldstein y realizo una clínica de obra con Lena Szankay. Desde entonces se dedica al desarrollo de su obra y a la fotografía periodística, social y fotografía fija en cine. Inició su formación en escritura creativa con Selva Almada y actualmente sigue estudiando en Espacio Enjambre.

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