top of page

Un pez koi ha muerto


Todos los meses hacemos una convocatoria entre lxs alumnxs de Espacio Enjambre para que nos envíen su material. En abril elegimos el relato de Mónica Altomari como texto del mes.

El viento y la lluvia se confabulan y empujan a Santiago hacia la casa que parece esperarlo con los brazos abiertos. Tirita bajo el porche y mira a su alrededor como si fuera posible descubrir algo nuevo en la soledad de aquel paisaje monótono. Arrastrando su pierna, se deja caer en la mecedora desvencijada que cruje bajo su peso y por un momento, se siente como amparado. Es el espíritu de la abuela de Eduardo, piensa. Una semana antes había soñado que tocaban el timbre de su departamento y era ella, tenía su pitillo negro en la boca y le sonreía. A diferencia de otras veces, Santiago se había despertado en paz, tan en paz, que se convenció de que tenía que volver si quería cerrar ese capítulo de su vida. Pero ahora siente miedo, aunque no sabe bien de qué. Se pregunta si acaso, todo es un plan trazado desde el más allá. Aparta la idea de su mente, él no cree en fantasmas a pesar de que a veces, la culpa no lo deja dormir.

De reojo mira la puerta de entrada, sabe que detrás hay un hall en el que cuelga un espejo con el marco dorado. El reflejo de la última escena que vivió ahí lo asalta. Carlos, Mariano y él escuchando como Pedro daba explicaciones a la madre de Eduardo: «Paró un camión, bajaron dos tipos, se lo llevaron». Santiago se había vuelto de lado para no ver la expresión horrorizada de la mujer pero el maldito espejo se había encargado de que la recordara para siempre. Entonces él tenía doce años, la edad que tiene su hijo ahora.

La herida de la pierna se ve muy mal. Mira su reloj, ya pasó una hora desde el accidente. Por haber esquivado a un perro su automóvil terminó incrustado contra un árbol. Tuvo suerte de no quedar atrapado, pero un fierro cortó a la mitad su tatuaje. Su hijo Tomi, se lo había elegido, era un pez koi, y era especial porque nadaba río arriba y se transformaba en dragón. Santiago sabía que él nunca se transformaría en uno, que jamás se había animado a nadar río arriba, pero había cosas que no se le debían decir a los hijos.

El frío le hace castañetear los dientes, ya no quedan opciones, tiene que entrar y encender la estufa a leña que está frente a los sillones de pana rosados. Siempre le habían parecido horrorosos, pero ahora desea ese abrazo mullido. Se inclina para correr un macetón desnudo, antes lleno de flores y saca una llave. Abre la puerta, todo parece estar igual. Con su linterna alumbra la estancia y como un fantasma avanza hasta el living. Quedó un poco de leña a un costado de la estufa, la enciende y se acurruca en uno de los sillones.

Encima de una mesita hay montones de fotos de Eduardo, y Santiago no puede evitar imaginar a la madre, ya anciana, rezando allí mismo, como si estuviera frente al altar de una iglesia.

En el baño encuentra una vieja botella de alcohol con la que intenta limpiar su herida. Vuelve al sillón manchado con su sangre, y se queda mirando el armero en el que solo quedaron dos escopetas.

Aquel día, Carlos les contó que no encontraba al Bobby y que había visto a Eduardo con el rifle de su padre, rondando la casa. Discutieron largo rato, el Bobby había mordido a Eduardo la semana anterior y como era rencoroso y vengativo, todo cerraba. Pedro propuso ir a buscarlo, preguntarle por el perro, ver cómo reaccionaba. Los demás estuvieron de acuerdo. La abuela de Eduardo los recibió en el porche y les dio caramelos mientras lo esperaban, un rato después todos juntos se dirigieron a la barranca del río.

El viento azota las persianas de madera, la tormenta no merma. Santiago no pierde las esperanzas de que alguien, tarde o temprano, pase y vea su automóvil. La casa no es visible desde la ruta pero los lugareños la conocen.

Dormita. Se despierta de pronto, le cuesta ubicar en dónde está. Chequea el celular que sigue sin señal. Quizás su mujer ya lo esté buscando. Le había mentido diciendo que debía cerrar una vieja cuenta de su padre en el Banco del pueblo. Ella no se había quedado muy convencida, últimamente las cosas no iban muy bien, lo había pescado en una historia con una vecina, por eso desconfiaba. Además discutían constantemente por Tomi, ella le echaba en cara que lo sobreprotegía, que lo ahogaba. Él no podía explicarle el porqué, ni confesarle el miedo, la culpa y la vergüenza que lo acompañan desde hace veinte años.

Encontró el pueblo igual pero distinto, las caras eran todas nuevas. Solo estaba en el mismo lugar la peluquería donde le cortaban el pelo. A través de los cristales, Santiago divisó la figura canosa y encorvada de Pepe y sin pensarlo ingresó al local. Estuvo un rato dándole coordenadas hasta que el viejo lo ubicó: «Sos Santiago, el hijo de Augusto Porta». Fueron a tomar un café en el bar de la estación de servicio. Le contó que ya no cortaba el pelo porque le temblaban las manos y que ahora la peluquería era de su sobrino. De a poco, como si fuera reportero, Santiago le fue extrayendo información: Pedro y Mariano se habían ido a Buenos Aires, a Pedro no lo había visto más, pero Mariano volvía para las fiestas porque su hermana aún vivía ahí. Carlos se había muerto de una leucemia fulminante. La madre de Eduardo, de un infarto y sin haber encontrado a su hijo.

Le costó digerir esta última información, la certeza de que ya era tarde le produjo un poco de alivio y una gran frustración, tendría que seguir viviendo con eso, no se lo extirparía nunca. Bebió su café y se despidió del peluquero prometiendo una visita que nunca iba a concretar.

Apuró el paso para llegar a su automóvil, ya no tenía nada que hacer en ese pueblo, quería volver a la capital, a Tomi, a su presente. Descargas eléctricas partían el cielo anunciando tormenta. Santiago dudó en aventurarse a la ruta con el mal tiempo, pero finalmente emprendió el viaje. Estaba cerca del pequeño sendero que comunicaba la ruta con la casa de Eduardo, cuando la lluvia descendió furiosa y el perro se le cruzó.

Eduardo iba alardeando porque su padre se había comprado una pistola nueve milímetros y se la iba a dejar disparar. Ninguno le decía "qué bien", ni le contestaba. Llegaron a la barranca y Pedro, como siempre lo hacía, tomó la delantera y empujó a Eduardo contra un árbol, el resto lo rodeó. Cuando le preguntaron por Bobby contestó: «Y si lo maté ¿Qué?» y eso, desencadenó la furia del grupo.

Pedro empezó, pero todos le pegaron hasta derribarlo, Carlos dio el primer puntapié y el resto lo pateó como si se tratase de una gran pelota. Eduardo chillaba como un animal, se iba haciendo un ovillo y el declive del terreno los iba llevando hacia el borde.

Santiago siente hambre. Ya dejó de llover y es de noche. Quizás por la mañana alguien lo busque. Aunque se pregunta si lo merece. Veinte años atrás, nadie había buscado a Eduardo. Buscaban a los tipos del camión que se lo había llevado, un camión sobre el que había leído Pedro en las noticias policiales. «En Río Negro, secuestraron a unos chicos, podemos decir que fueron ellos». Nadie se planteó confesar, era eso, el reformatorio o algo peor, la muerte en manos del padre de Eduardo.

Después, la paranoia se apoderó del pueblo, vigilaban los camiones que pasaban por la ruta y los niños ya no jugaban fuera de sus casas.

Santiago no podía dormir, lo atormentaba la idea de que sus padres se enteraran, de que alguno de sus amigos se quebrara y contara todo. El grupo de amigos se disolvió, no volvieron a juntarse. Si no se juntaban no se acordaban de nada. Si no se acordaban era porque nada había sucedido.

Una vez terminado el año lectivo, Santiago se mudó con su familia a la capital. El día en que se iban del pueblo les llegó la noticia de que el padre de Eduardo había muerto.

Se duerme de nuevo, pero se despierta, le parece ver a Eduardo, está empapado y chilla como aquel día. Cierra los ojos, lo ve sacudiendo los brazos frenéticamente mientras el río lo arrastra. Los vuelve a abrir y ve a su hijo: "Papá, el pez koi ha muerto". Santiago se incorpora, manotea la nada, "Estás delirando papá, tenés fiebre". La pierna le late como si tuviera un corazón adentro, está hinchada y el pez koi vomita pus. Mira su reloj, son las tres, supone que de la madrugada, se vuelve a acostar, el sueño lo vence.

Unas manos lo alzan, Santiago tiene miedo de abrir los ojos, alguien le habla, «Señor, ¿puede oírme?» le dice. Con dificultad enfoca al dueño de la voz. Está en una camilla y dos paramédicos lo sacan de la casa, la imagen que ve al pasar por el hall en el espejo de marco dorado, le parece la de un desconocido. Mientras bajan los escalones del porche cree ver a la abuela de Eduardo. Santiago se aferra a la mecedora. «Perdoname» dice. Los paramédicos lo obligan con delicadeza a soltar el mueble, lo conducen hasta la ambulancia.

Mónica Altomari (Rosario, 1966) Realizó el Programa Formativo en Escritura Narrativa en Casa de Letras. Asistió a cursos y talleres de Narrativa y Dramaturgia. Algunos de sus cuentos fueron publicados en antologías, blogs y revistas literarias. Obtuvo premios y menciones especiales en concursos literarios. Es Abogada de la UBA. Actualmente realiza el taller de escritura creativa a distancia coordinado por Victoria Schcolnik en Centro Enjambre.

¿Cómo describirías tu experiencia de taller en Espacio Enjambre?

Grata, placentera, estimulante y original. El taller me permite repensar y organizar cuestiones ya aprendidas al tiempo que me brinda herramientas nuevas para mejorar mis textos.

bottom of page