Por los chicos
Del taller de autobiografía coordinado por Leila Sucari, surge esta crónica sobre el vínculo entre adultxs y niñxs en el seno de una familia que festeja la navidad.
–Las fiestas son las fiestas –dice mamá –. Tratemos de pasarla bien… por los chicos.
La ayudo a poner la mesa. Nos demoramos calculando cuántos vamos a ser, nos confundimos, volvemos a sacar la cuenta. Se va a notar el lugar vacío.
–Vamos a tener que distraer a tu abuela, para que no se ponga mal –me dice, como si la muerte del marido fuera algo de lo que una pudiera distraerse.
Mis abuelos se enamoraron en un baile de la sociedad italiana cuando eran muy jóvenes. En menos de un año estaban casados, y enseguida tuvieron a mi papá y a mi tío. Estuvieron juntos más de 70 años, y los ojos les seguían brillando cuando se daban la mano o nos contaban por milésima vez cómo se habían conocido.
–Tía, quiero sentarme al lado tuyo –mi sobrina Vera me tira del vestido. Está recién bañada y tiene los rulos mojados. Atrás de ella viene León desnudo, con cara de “yo también”. Todavía no se larga a hablar, está en la edad de copiar todo lo que hace la hermana. Por suerte, están ellos para darle sentido a esta Navidad.
La abuela llega muy maquillada, también se tomó el trabajo de arreglarse el pelo. Trae varias fuentes y bandejas con comida. Parece que los últimos días cocinó para olvidar. Al lado del horno, aplastada por el calor de diciembre, cocinó y cocinó como si eso pudiera salvarla.
Al rato, llegan mis tíos y mis primas con sus novios. Mi papá y su hermano se dan un abrazo. Los veo secarse los ojos. ¿Cómo sería que de golpe papá no estuviera? Nunca voy a estar preparada.
–¿Qué te pasa, abuelo? –le pregunta Vera a mi papá.
–Nada, preciosa. Vení que te muestro por dónde entra Papá Noel para dejar los regalos.
Cuando es el momento de pasar a la mesa, a la abuela la sientan en la cabecera, escoltada a cada lado por uno de sus hijos, como si en cualquier momento pudiera derrumbarse. El año pasado, al lado de ella estaba el abuelo, que ya se estaba apagando. Tenía frío a pesar de los 40 grados, cenó con pulóver de lana. Se comió obediente todo lo que ella le puso en el plato y no participó de la conversación. Ya estaba en otro lugar.
Mis sobrinos están pasados de rosca, se llenaron con pan y no quieren comer. “¿Falta mucho para que venga Papá Noel?”, “¿Cuánto falta, tía?”. “Vayan a jugar, así el tiempo pasa más rápido”. A nosotros se nos pasa más rápido comiendo.
A mi abuelo le habían puesto “Félix” cuando llegó a Argentina, pero su verdadero nombre era Felice, y así era él, un tipo feliz. Había trabajado la segunda mitad de su vida cuidando tumbas en el cementerio de Chacarita, y en los momentos difíciles había manejado un taxi y vendido flores en bicicleta. Nunca lo vi de mal humor o enojado. Le encantaba contar chistes y no se olvidaba de ningún detalle. Siempre se reía solo antes de llegar al final.
En el medio de un bocado, la abuela se quiebra. Le resbalan las lágrimas por las mejillas anaranjadas. Se las seca y tiñe la servilleta. Mi tío lagrimea, cabizbajo.
–Bueno… ¿Por qué no hablamos de algo lindo?– sugiere mamá.
Por suerte, los chicos no se dan cuenta de nada. Juegan a los bomberos que rescatan a alguien en un incendio. Se tiran sobre almohadones por la escalera encerada del comedor.
La noche es un chicle que se estira y se pegotea. Seguimos comiendo por inercia. Al abuelo lo cremaron, y ahora está adentro de una cajita.
Después del postre, mis sobrinos quieren salir al jardín. Encendemos estrellitas y hacen dibujos en el aire. Corren por el pasto y quieren meterse a la pileta. Parecen dos borrachos que no pueden mantenerse en pie. Buscan desesperados en el cielo el avión de Papá Noel.
A las doce, todos revivimos un poco. Servimos el champagne y brindamos en voz baja, casi susurrando. Es un brindis tímido, y los abrazos son largos. Abajo del arbolito, los chicos descubren los regalos. Abren los paquetes, eufóricos, rompen papeles y moños, gritan “¡es justo lo que quería!”.
Mientras tanto, la abuela se sienta en un sillón porque ya está cansada. Parece ida, no registra lo que pasa alrededor. Aprovecha que todos estamos distraídos para relajar la pose, afloja la mandíbula y las comisuras de los labios se le hunden para abajo como si se hubiera sacado la dentadura.
Afuera suenan los petardos. El abuelo siempre se encargaba de los fuegos artificiales. Era el gusto que se daba para entretener a la familia. Se gastaba un dineral en cañitas voladoras que prendía en el fondo del jardín mientras todos lo alentábamos. Era su momento. Ahora, en nuestra porción de cielo, no hay nada.
Los chicos ya abrieron todos los juguetes y los desparramaron por el comedor. Son tantos que no saben con qué jugar. Agarran uno, lo dejan, agarran otro.
Me pongo a levantar la mesa. En la cocina me encuentro con mamá. Sonreímos sin decir nada, pero la verdad es que nos duelen los pies y lo único que queremos es irnos a dormir y comer las sobras al día siguiente. Mamá insiste, “lo importante es que los chicos estén contentos”.
Al fin se van todos. Los que nos quedamos a dormir ordenamos la cocina en silencio y apagamos las luces. Mi hermano y mi cuñada ya se acostaron con el más chiquito, que cayó rendido. Voy al baño a lavarme los dientes. Mi sobrina deambula por los pasillos, todavía no la vence el sueño. Mientras me saco el maquillaje frente al espejo, pienso que nunca más voy a escuchar la risa del abuelo. También pienso en mi abuela, que se quedó sola y ahora anda como perdida. Me enjuago la cara. Hace tanto calor que el agua sale tibia. Ya está, ahora solo falta que pase Año Nuevo.
Cuando estoy por salir del baño, mi sobrina aparece en el umbral. Algo la inquieta.
–Tía… ¿viste que el nono no está?
–Sí, mi amor... Se murió…
–Ya sé, tía. Pero me parece que los demás no se dieron cuenta.
Julia Bucci (Buenos Aires, 1980) es traductora literaria de francés. Tradujo para editoriales como Katz, Fondo de Cultura Económica, Del Zorzal y el diario Le Monde diplomatique, entre otros. También se dedica desde hace más de diez años a la traducción audiovisual. Hizo taller de escritura con Daniel Guebel y actualmente cursa en el Centro Enjambre el taller de relato autobiográfico que dicta Leila Sucari.
Sobre Enjambre
Me encanta el Centro Enjambre porque no solo se brindan talleres, también se fomenta el intercambio entre los participantes y se organizan lecturas. A través de la revista virtual, se ofrece un espacio de publicación para los que estamos dando nuestros primeros pasos que también permite explorar qué se está produciendo en los otros talleres. Es una propuesta completa y coordinada con mucho amor. Destaco, en especial, la dulzura, la dedicación y la generosidad de Leila Sucari para guiarnos en el camino de la escritura con diversión y libertad.